miércoles, 30 de septiembre de 2009

“Cliniqueando”

(Los buenos viejos tiempos)


Fabián Appel
Psicoanalista, Madrid


Fuente: http://www.psicoanalisisenelsur.org/num6_presentacion.htm


En tiempos ya remotos, un colega me comentaba con sorna indisimulada, que cada vez que “X” (prestigioso psicoanalista de la época) le enviaba algún paciente, indefectiblemente era uno de los clasificados como psicóticos. La derivación se acompañaba del comentario (se suponía auspicioso) de “es un magnífico psicoanalista… de psicóticos”. Mi colega, “elevado” a la categoría de psicoanalista de psicóticos, ingresaba sin saberlo en una lista que al oficio de psicoanalista le agregaba un distintivo de excelencia profesional. Así su “especialidad” podría sumarse a las de: niños, gerontes, de grupo, adolescentes. Psicoanalistas teóricos, clínicos y tantos etc. como mande la Universidad, Bolonia mediante. O mejor aún, el psicoanalista buscando ser diferenciado del psicoanálisis. Seguramente algo incomoda.

Ferenczi, del que Lacan dice “...el más auténtico interrogador de su responsabilidad de terapeuta (¡Horror, dijo “terapeuta”!), tanto como el escrutador más riguroso de los conceptos”.1 Ferenczi, ex–analizante de Freud, le propone al maestro que termine con la exclusión al que su propio invento le condenó (¿O acaso el psicoanálisis era solo para los otros?), y le ofrece convertirse en su analista.

De nuevo, algo incomoda. ¿Quién analiza?, pregunta Ferenczi, “el interrogador responsable, el escrutador riguroso”, descubriendo un síntoma en el nuevo síntoma que es el psicoanálisis.

El síntoma, lo que no funciona, lo que incomoda. ¿No alcanza con decir Psicoanálisis?, se le adjunta “clínico” y quienes hablan de clínica psicoanalítica se cuidan mucho de mencionar la palabra “psicoterapia”. Cuestión de palabras, se dirá, sin advertir que el psicoanálisis las agota de sentido para violentarlas hasta el sin-sentido. “Clínica psicoanalítica”, se enuncia con prisa, multiplicando el malentendido y adoptando una “verdad” común y bendecida por mayoría.

La condición ética del psicoanálisis contraría; incluso tratándose del discurso común de muchos psicoanalistas.

¿Pero qué contraría esta ética sino la función de un padre mitificante que asegura el valor de las palabras, transformando en soportable lo imposible de soportar?

Este ejercicio vela lo real y en lo que al psicoanálisis se refiere, transforma la ética de su clínica en una confrontación estética. Neurosis, Psicosis, Perversión... ¿y qué del intenso malestar de los síntomas actuales, desabonados de cualquier legalidad neurótica o bien ese desenfreno pulsional sin articulación a ningún significante que lo ordene?

Digamos de entrada, la clínica es palabra de larga tradición... en el saber médico.

Por supuesto, puede alegarse que nuestra clínica es diferente a la del médico que no renuncia a marcar diferencias entre normal y patológico, y que toda su práctica evita lo singular. Pero esto no es verdad.

Veamos que propone Theodore Sydenham en su concepto de enfermedad, allá por el lejano año de 1650. Sydenham preconiza un retorno a Hipócrates, se desinteresa de las teorías generales de la medicina y de sus concepciones de lo normal y lo patológico; recurre a la observación cuidadosa, es decir, la especificidad clínica de cada proceso. Por su parte, Canguilhem refiere que “con la Escuela de París (hablamos de mitad del siglo XVIII), la medicina ya no puede reconocer ningún sentido, ni siquiera poco serio y legítimo a más consideraciones de un orden tan general y más pretensiones universales que escapan de antemano a todo recurso a la observación y a toda posible refutación”.2

La medicina en su historia clínica hace débil el argumento que pretende sostener la clínica del psicoanálisis en la singularidad de los casos y disolución de la oposición normal – patológico.

De manera que podemos orientarnos en los supuestos de la clínica médica, pero ¿cuál es el significado que adquiere una clínica que se pretende psicoanalítica? Porqué llamar clínica a la práctica de un análisis cuando éste, el análisis, está íntimamente relacionado con la caída de las identificaciones, respondan estas a las teorías etiopatogénicas del dolor, a la descripción formal de los cuadros patológicos o bien a las infinitas clasificaciones y variantes de la nosografía, cuyo origen, nuevamente, no es otro que la psiquiatría y que por tanto sólo atañe a los pacientes psiquiátricos.

Emisiones del Otro, se dirá. Como se cree que el Otro siempre sabe, estos enunciados se tornan verdades incuestionables. ¿Acaso los psicoanalistas no se fabrican un “Otro” de la clínica con sus exclusiones y sus servidumbres?

¿Y qué dice Lacan de la clínica?

“Hay una cierta forma en el psicoanálisis de centrarse…llaman a eso la escucha, lo llaman clínica, lo llaman con todas las palabras opacas que se puede encontrar en ese caso. Porque se preguntan qué puede permitir poner el acento sobre lo que tiene de absolutamente específico el sabor de una experiencia…” Y hablando de las teorías que apuntarían a nombrar ese goce enigmático “…no hay que atarse a ninguna, sea que traduzcan las cosas en términos de instinto, de comportamiento…o en términos de topología lacaniana... ”3 El propio Lacan predicó con el ejemplo, aunque hizo nudos no se ató con ellos.

Así existan ideales terapéuticos con la universalidad que se quiera, tampoco obliga, en la suposición de una clínica psicoanalítica, a convertirse en un “cantamañanas esperanzador”4.

Admitamos, a despecho de las clasificaciones universitarias, que la praxis del psicoanálisis se mantiene en torno al enigmático deseo del analista. Digamos también que el así llamado deseo del analista trata de un saber hacer con la escucha y la palabra en el terreno de lo insoportable para el otro. Un lazo social consistente en un delicado y artesanal ejercicio “…que pone al amo al pie del muro de producir un saber”.5

Si el sujeto no es óntico, como se lee en el seminario 11; si el sujeto es ético, la clínica propia de este lazo social, la de lo real que habita el sujeto, tendrá esa misma sustancia ética.

Su problemática, la del sujeto, no es tanto que el saber se sustraiga a su conciencia, como que su aflicción es “cobardía moral”6, claramente expresada como rechazo “que no es del alma sino del pensamiento”, del lenguaje. Rechazo a un saber posible – imposible que es el inconsciente.

“En la más antigua tradición patrística, los pecados no son siete, sino ocho”. Uno de los que enumera Casiano es la acedía, tristitia, taedium vitae o también llamada desidia. “Así nombran los padres de la iglesia a la muerte que induce en el alma, vicio letal para el que no hay perdón posible (…) Y acaso ante ninguna otra tentación del alma dan muestra sus escritos de tan despiadada penetración psicológica y de tal puntillosa y escalofriante fenomenología”.7

Insistimos, no se trata del alma, sino del pensamiento, del lenguaje o de manera menos general, de los discursos. La praxis psicoanalítica, en términos de lazo social y posicionamiento.

Posicionarse es al fin identificarse con algo. Si ese algo es un síntoma nos encontramos frente a términos tan antagónicos como “identificación al síntoma”. No luchar contra lo que se sabe que es su síntoma, sino identificarse con el. El síntoma es lo que perturba, hace barrera, obstaculiza, pero también una respuesta a la falta en ser.

A lo largo de la historia la política, la religión, la filosofía intentaron dotar de una suplencia a esa falta en ser con multitud de semblantes que el análisis revela en su inconsistencia simbólico-imaginaria.

Identificación al síntoma es una frase que produce extrañeza y a la vez, consecuencia de un análisis, de un final de análisis.

¿Se trata de identificarse al sufrimiento, de resignación tal vez? De ningún modo, se dirá, de lo que se trata es de hacer algo con eso. Fórmula con la que no podemos estar más de acuerdo...salvo por un evidente contrasentido. La presencia de un real que interviene en el síntoma y que como tal no admite utilizaciones prácticas.

Las versiones cognitivo-conductuales del síntoma mantienen la ilusión de que su “doma”, la de lo real, es posible, tratándolo con un programa adecuado. En eso basan su afán terapéutico.

La realidad es una virtualidad de lo real que nunca lo supera, ni siquiera logra su equilibrio; y el síntoma “lo que no funciona”, es una experiencia de lo real, de lo no integrable, aquello que no puede ser utilizado.

En cuanto se produce una objetivación “científica”de la conducta, cualquiera sea su magisterio, química, neurobiológica o indicaciones para una mejor calidad de vida, estas fórmulas pasan por la simbolización más o menos interpretativa que las personas hacen de ellas. Esa misma simbolización introduce una brecha en la realidad, un real que intenta ser positivizado por el fantasma, que como mirada fascinada remite a potenciar un ideal.

Este movimiento y no el menosprecio, nos lleva a cuestionar las llamadas psicoterapias, cuyo “pragmatismo” nos conduce a callejones sin salida.

Entre la abundancia en expresiones sintomáticas que incomodan el ya casi olvidado confort de la experiencia analítica, encontramos la profusión de aquellas que entorpecen y aún más, las funciones básicas. Anorexias, bulimias, trastornos del movimiento, fibromialgias, todo un conjunto de síntomas aislados, refractarios a las fundamentaciones que se organizan en torno al Nombre del Padre, y que se diseminan como epidemias. (Sería interesante investigar si las amenazas de pandemia con que la O.M.S. nos agita, aparte del buen negocio que supone para las empresas farmacéuticas, no estaría secundariamente relacionada con la extensión planetaria de estos síntomas).

Nos hemos “servido”, como se dice “servirse del padre“, de esta clínica basada en el Nombre del Padre. En cualquier caso y con las objeciones que se puedan plantear en cuanto a que nadie se sirve de lo real, es por esa misma vinculación a lo real (el Nombre del Padre se anuda a lo inconsciente), que el “servirse de” puede ser tenido como un recurso, un modo de proceder al que uno accede con la sutileza o el talento del que más o menos dispone. Un recurso que no es inmutable. Puede haber otros.

De hecho, Lacan se sirve de su inventado Nombre del Padre como organizador y operador hasta que en el Seminario XVII “El reverso del Psicoanálisis” recurre a estructuras más singulares a las que llama discursos.

Corte importante respecto de una clínica con pretensiones universales, tomada en parte de la nosografía médico-psiquiátrica.

Pongamos algo de saber en el lugar de la verdad.

Nuevos síntomas es sinónimo de “inclasificables” respecto a las categorías que con ligereza aplicamos. A veces estos “inclasificables” ni siquiera se abrochan a una creencia transferencial. Síntomas ligados a la mercadotecnia y mucho menos vinculados a la familia (aunque proliferan de muchos tipos), como Otro transmisor de una ley.

La pulsión, las fobias, padre y madre, la subjetividad, que como tal se articula en la ley, aquello que ligaba a los síntomas en un conjunto llamado neurosis, en la sintomatología actual no abunda.

La novedad es que se trata de síntoma por síntoma, sin análisis que los acerca a lo descarnado de una falta de articulación. Los síntomas actuales, en su dispersión y con carácter epidémico carecen del vínculo entre el deseo inconsciente y una ley que lo contenga.

Abrir una vía hacia los límites, que facilite articular una legalidad para el analizante desde donde pueda escucharse. Una vía no ceñida a una clínica edípica al uso ¿sería psicoterapia –dicho esto en el peor de los sentidos?

El discurso actual exhibe una falta de coherencia. La coherencia necesaria para producir una subjetividad articulada, la mínima necesaria para producir un saber.

Ideaciones obsesivas, intensas angustias, disfunciones corporales, insomnios, manifestaciones todas acompañadas por la imposibilidad del propio sujeto de generar algún sentido sobre sus padecimientos. El síntoma cerrado sobre sí mismo, sin que dé lugar a una neurosis lograda, hace estéril el modo de lectura sintomática que se practica desde los tiempos de Freud.

En esta época de proliferación de síntomas sin anclaje ¿cómo inventar una clínica para un dispositivo analítico?

Establecer en consonancia con el deseo analítico una función de límite, se antoja indispensable para que el deseo no se confunda con la ocurrencia aleatoria, con el capricho sin más, en lo que esta época es pródiga. Capricho que ni tan siquiera pertenecería al clasicismo de la histeria donde, por ser articulado, encontraría su lugar.

No conviene emocionarnos con los viejos buenos tiempos, pero si Freud partió de los síntomas para formalizar estructuras, una clínica que se pretenda del psicoanálisis debería seguir su camino.

Sin responder a la demanda, al mejor estilo del deseo del analista, maximizando la separación entre el objeto y el Otro, aunque ofreciendo un cauce al deseo.


1 LACAN, J. “Del sujeto por fin cuestionado. Lectura estructuralista de Freud”. Ed. Siglo XXI. México 1971, pág. 54.

2 LANTERI-LAURA, Georges. “Ensayo sobre los paradigmas de la psiquiatría moderna”. Fundación Archivos de Neurobiología. Editorial Tríacas-Tela, pág. 140

3 LACAN, J. Seminario 15.El acto analítico. Clase 7. 24 – 01- 1968. Inédito

4 LACAN, J. “Psicoanálisis, Radiofonía y Televisión”. Editorial Anagrama. 1977. pág. 131.

5 Ibíd, pág. 61.

6 Ibíd, pág. 107

7 AGAMBEN, G, “Estancias”. Editorial Pre-textos, 2001, pág.23 y sucesivas

martes, 29 de septiembre de 2009

::Un diagnóstico libidinal

"...La necesidad del diagnóstico a priori del advenir de la cura proviene de la medicina...El problema, como lo entendía Lacan, es que operar desde el inicio del tratamiento con un diagnóstico tiene una fuerte incidencia para el que escucha..."

03-10-2002 - Por Edgardo Feinsilber







La necesidad del diagnóstico a priori del advenir de la cura proviene de la medicina, es decir de lo que el psicoanálisis heredó del discurso médico. El problema, como lo entendía Lacan, es que operar desde el inicio del tratamiento con un diagnóstico tiene una fuerte incidencia para el que escucha.

Así al pensamiento: “en este caso se trata de un histérico”, lo que el analista considerará a partir de allí tendrá que ver con la histeria, por lo que quedará tomado por una certidumbre desde su diagnóstico, la que se llenará con sus lucubraciones transferenciales, aquellas que lo acosan desde lo que ha podido alcanzar en su recorrido teórico. Entonces si el hacer un diagnóstico no es sin consecuencia en la dirección de la cura: ¿es preferible la incertidumbre más absoluta? Sí en la medida de lo que podamos alcanzar de ella, dado que siempre tenemos hipótesis debido a nuestra experiencia y nuestros prejuicios; se trata entonces de pensar la práctica valiéndonos de estos recursos.

PARA LEER COMPLETO EL ARTÍCULO: http://www.elsigma.com/site/detalle.asp?IdContenido=2536

lunes, 7 de septiembre de 2009

Introducción a la edición alemana de un primer volumen de los Escritos

Jacques Lacan




Se ha planteado la cuestión del sentido del sentido (the meaning of meaning). Yo puntualizaría que, ordinariamente, se trata de hallar su respuesta sino fuera simplemente un pase de magia universitario.



En mi práctica, el sentido del sentido se conceptualiza (Begrif) por aquéllo de lo que huye, entendiéndose de un tonel y no de una estampida.



Es de aquello de lo que él huye (sentido; tonel) que un discurso toma su sentido; o sea, de que sus efectos sean imposibles de calcular.



Es evidente que la cumbre del sentido es el enigma.



Yo, no exceptuado de la susodicha regla, planteo la cuestión del signo al signo; de cómo se señala que un signo es signo, a partir de la respuesta encontrada en mi práctica.



El signo del signo, llamado la respuesta que hace pre-texto a la cuestión, es que no importa, finalmente, qué signo haga función de otro, precisamente porque él, puede serle sustituido. Pues, el signo, no tiene alcance más que por deber ser descifrado. Sin duda, es del desciframiento de donde el conjunto de los signos toma sentido. Pero no es porque una tal mención dé en el otro su término que él descubra su estructura. Hemos dicho aquéllo que equivale al alma del sentido. Arribar a élla no le impide fugarse. Un mensaje descifrado puede permanecer siendo enigma. El relieve de cada operación ‑una activa, otra pasiva- sigue siendo distinto. El analista se define en esta experiencia.



Las formaciones del inconciente demuestran sus estructuras como descifrables. Freud distingue la especificidad del grupo -sueños, lapsus y chistes a partir del modo, el mismo, con el cual opera con éllos. Sin duda Freud se detiene, cuando descubre el sentido sexual de la estructura. De lo que en su obra no se encuentran más que sospechas es de que la prueba del sexo no se sostiene más que por el hecho del sentido, pues en ninguna parte, bajo ningún signo, el sexo se inscribe por una relación.



Sin embargo, la inscripción de esa relación sexual podría ser exigida con razón, en tanto que en el inconciente es reconocido el trabajo del ciframiento o sea, de lo que hace falta al desciframiento.



El cifrar puede pasar por algo más elevado que el contar, en la estructura. El embrollo, pues ésto está hecho precisamente para eso, comienza en la ambigüedad de la palabra cifra.



La cifra funda el orden del signo.



Pero por otra parte, hasta 4, quizás hasta 5, como máximo hasta 6 números que son del real, aunque cifrados- los números tienen un sentido, el cual denuncia su función de goce sexual. Ese sentido no tiene nada que ver con su función de real, pero abre una perspectiva sobre aquello que puede dar cuenta de la entrada de lo real en el mundo del "ser" parlante (quedando bien entendido que sostiene su ser de la palabra). Supongamos que la palabra tiene la misma dimensión gracias a la cual el único real que no pueda inscribirse en ella sea la relación sexual.



Digo supongamos para aquellas personas cuyo estatuto está en primer lugar tan ligado a lo jurídico, al semblante de saber, hasta a la ciencia, que precisamente se instituye de lo real, que no pueden abordar ningún pensamiento en la inaccesibilidad de una relación que por lo menos encadena la intrusión de esta parte del resto de lo real.



Esto en un "ser" viviente del cual lo menos que se puede decir es que se distingue de los otros por habitar el lenguaje, como dice un Alemán que me honro de conocer (como se expresa para denotar que uno ha hecho su conocimiento). Este ser se distingue por esa morada algodonosa en el sentido en que el llamado ser la rebaja en toda clase de conceptos, o sea de toneles, más fútiles unos que otros.



Aplico esta futilidad hasta la misma ciencia, para la cual es evidente que no progresa más que por la vía de tapar los agujeros. Que eso le ocurra siempre es lo que la hace segura. Bajo esta condición, la ciencia no tiene ninguna clase de sentido. No diría lo mismo de lo que ella produce, que curiosamente es la misma cosa que aquello que se escurre por la fuga, de la cual es responsable la hiancia de la relación sexual, o sea la que yo destaco del objeto (a), a leerse pequeña a.



En relación a mi "amigo" Heidegger, evocado antes, por el respeto que le tengo, emito el voto de que él tuviera a bien detenerse un instante, voto puramente gratuito, en tanto sé perfectamente que no podría hacerlo, detenerse, digo, sobre esta idea de que la Metafísica no ha sido nunca, y tampoco podría prolongarse, más que en ocuparse de tapar el agujero de la política. Ese es su resorte.



Que la política no alcance la suma de la futilidad, es en lo que se afirma el buen sentido, aquél que hace la ley. No tengo que subrayarlo al dirigirme al público alemán que tradicionalmente le ha añadido a ello el sentido llamado de la crítica, sin que sea vano recordar aquí donde lo ha conducido ello en 1933.



Inútil hablar acerca de lo que yo articulo del discurso universitario, en tanto él especula con lo insensato como tal y, en ese sentido, su mejor producción es el chiste, el que, sin embargo le provoca miedo. Este miedo es legítimo si uno piensa en aquel que aplasta en el suelo a los analistas, o sea a los parlantes que se encuentran sometidos a ese discurso analítico. Uno no puede menos que sorprenderse ante ellos por el hecho de que ese discurso haya advenido en seres, hablo de los parlantes, de quienes se dice todo al decir que no han podido imaginar su mundo mas que suponiéndolo embrutecido, o sea, a partir de la idea que tienen, desde no hace demasiado tiempo, del animal que no habla.



No les busquemos excusas; su ser mismo es una de esas ideas. Pues si ellos se benefician de ese nuevo destino, en tanto que ser, les falta ex - sistir. Inclasificables en ninguno de los discursos precedentes, sería necesario que ellos existieran en aquéllos, en tanto se creen sostenidos, al apoyarse en el sentido de esos discursos para proferir aquello en lo cual su propio discurso se contenta, a justo título de ser más fugitivo, lo que lo acentúa.



Sin embargo, todo los reduce a la solidez del apoyo que tienen en el signo: éste no sería más que el síntoma con el cual tratan, que hace un enorme nudo del signo, nudo tal que un Marx lo ha percibido hasta sosteniéndose en el discurso político. Sólo me atrevo a insinuarlo porque el freudo-marxismo es el embrollo sin salida.



Nada consigue enseñarles, si siquiera el hecho que Freud fuera médico y que el médico como el enamorado no tiene miras muy largas, que es entonces en otra parte donde es necesario ir para obtener su genio. Especialmente en hacerse sujeto no de un repaso, sino de un discurso sin precedente, por el cual sucede que los enamorados se conviertan en genios al reencontrarse en él, qué digo, en haberlo inventado mucho antes que Freud lo estableciera, sin que por ello le sirva al amor para nada. Eso es patente.



Yo, que sería el único -si algunos no me siguen- en hacerme sujeto de ese discurso, voy a demostrar, una vez más, por qué los analistas se embrollan en él, sin recurso.



El recurso es el inconciente; el descubrimiento de Freud de que el inconciente trabaja sin pensar en ello, ni calcular, ni siquiera juzgar y que, sin embargo, el fruto está allí: un saber que no se trata más que de descifrar, en tanto consiste en un ciframiento.



¿Para qué sirve ese ciframiento? Yo diría que para retenerlos abundando en la manía, planteada por otros discur­sos, de la utilidad (decir manía del útil, no niega al útil). El paso no está dado por este recurso que, sin embargo, nos recuerda que, fuera de lo que sirve, está el gozar; que en el ciframiento está el goce, ciertamente sexual, está sufi­cientemente desarrollado en el decir de Freud para poder concluir en ello: que lo que implica es que está allí lo que obstaculiza la relación sexual establecida. O sea que jamás puede escribirse sobre esa relación. Quiero decir que el lenguaje no hace nunca otra traza más que la de una triquiñuela infinita.



Con toda seguridad que entre los seres que son sexuados (aunque del sexo no se escriba más que por su no relación) hay encuentros.



Hay buena hora (bon heur). No hay nada más que esto: a la pequeña felicidad (bonheur), la chance! Los “seres” parlantes son felices; felices por naturaleza. Todo lo que les falta es chance. No será que por medio del discurso analítico ésta podría aumentarse un poco? He ahí la pregunta de cuyo ritornello no hablaré si su respuesta no estuviera ya. En términos más precisos: la experiencia de un análisis libera a aquel que llamo el analizante-¡ah!, que suceso he obtenido con esta palabra entre los pretendidos ortodoxos y como, por ella, confesaban que su deseo en el análisis era el de no ser o no estar en él para nada- libra al analizante, decía, el sentido de sus síntomas. Y bien; planteo que esas experiencias no podrían adicionarse -Freud lo ha dicho antes que yo. En un análisis todo consiste en recoger -donde se ve que el analista no puede traerse de las patas- en recoger, por otra parte, como si nada hubiera estado allí establecido. Eso no quiere decir más que la fuga del tonel siempre puede volver a producirse.



Pero ese es precisamente el caso de la ciencia (y Freud no lo entendió de otro modo, falta de previsión).



Pues la cuestión comienza a partir de que existen tipos de síntomas, de que existe una clínica. Sólo que ésta existe desde antes que el discurso analítico y es seguro, pero no cierto, que el mismo le aporta alguna luz; y nosotros necesitamos de la certeza en tanto es la única que puede transmi­tirse y demostrarse. Esta es la exigencia de la cual muestra la historia, para nuestro estupor, que ha sido formulada mucho antes que la ciencia misma responda de ella, y que, aunque la respuesta misma haya sido completamente distinta de la facilitación que la exigencia hubiera producido, la condición de la cual ella partió fue que la certidumbre fuera transmisible, y ella ha sido satisfecha.



Estaríamos equivocados en fiarnos en no hacer más que el remitirnos a ello, aunque fuera con la reserva de la pequeña felicidad, la chance.



Pues, hace largo tiempo que tal opinión ha producido su prueba de ser verdadera, sin que, sin embargo, produzca ciencia (conforme el Menón, donde es de eso de lo que se trata).



He ahí que ya puede escribirse, aunque no sin hesitación, lo que los tipos clínicos relevan de la estructura. No sería así, cierto y transmisible, más que a partir del discurso histérico; hasta es en el cual se manifiesta un real, cer­cano al discurso científico. Se destacará que he hablado del real y no de la naturaleza.



Desde donde yo indico que lo que surge de la misma estructura no tiene necesariamente el mismo sentido. Es por ello que no hay análisis más que de lo particular. No es enteramente de un sentido único de donde procede una misma estructura y sobre todo no lo es cuando ella alcanza al discurso.



No hay sentido común de la histeria y es la estructura a partir de la cual en los histéricos o histéricas juega la identificación. La estructura, y no el sentido; como bien se lee por el hecho de que llega hasta el deseo, es decir hasta la falta tomada como objeto y no hasta la causa de la falta (conforme el sueño de la bella carnicera en la Traumdeutung, devenida ejemplar por mis cuidados. No me prodigo en ejemplos, pero cuando me mezclo en ellos, los llevo al paradigma).



Los sujetos de un tipo no tienen, pues, utilidad para los otros del mismo tipo y, es concebible que, un obsesivo no pueda otorgar el menor sentido al discurso de otro obsesivo. De allí mismo parten las guerras de religión (pues es el único trazo del cual ellas hacen clase al resto insuficiente). Hay obsesión en el golpe. De allí resulta que no existe comunicación en un análisis más que por una vía que trasciende al sentido: aquella que procede de la suposición de un sujeto del saber inconciente, o sea, del ciframiento. Es lo que he articulado: acerca del sujeto supuesto saber.



Es por ello que la transferencia es amor. Un sentimiento que toma allí una forma tan nueva que le introduce la subversión, no porque sea menos ilusorio sino porque se otorga un partenaire que tiene la chance de responder, lo que no es del caso en las otras formas. Vuelvo a poner en juego la buena hora (bon heure), con la única excepción de esta chance: que esta vez proviene de mí y yo debo abastecerla.



Insisto: es al amor a quien se dirige el saber, no al deseo; pues se puede repasar el Wisstriebe (deseo de saber) -habrá sido el tampón de Freud- y no existe el más mínimo. Es en este punto en el que se funda la mayor pasión del ser parlante que no es el amor ni el odio, sino la ignorancia. Todos los días la toco con el dedo.



Que los analistas -digamos aquéllos que tienen el empleo sólo por plantearse como tales, de acuerdo con ello y sólo por este hecho, realmente- que los analistas, y lo digo entonces con sentido pleno, me sigan o no, no hayan comprendido aun que lo que provoca la entrada en la matriz del discurso, no es el sentido sino el signo, dará la idea de la necesariedad de esta pasión de la ignorancia.



Antes que el ser imbécil tomara supremacía, otros, no idiotas, enunciaban acerca del oráculo que no revela ni oculta, semaine, hace signo.



Era en tiempos anteriores a Sócrates quien, aunque histérico, no es responsable de lo que le siguió: el largo rodeo aristotélico de donde Freud al escuchar a los socráticos que he mencionado, volvió a aquéllos anteriores a Sócrates únicos capaces, a sus ojos, de testimoniar acerca de lo que él descubrió.



No es porque el sentido de su interpretación haya tenido efectos que los analistas estarían en lo verdadero; porque aunque aquélla hubiera sido justa, sus efectos son incalculables. Ella no testimonia de ningún saber porque tomándolo en su definición clásica, el saber se asegura por una posible previsión.



Lo que ellos tienen que saber es que hay de ello un saber que no calcula pero que no trabaja menos para el goce.



¿Qué es lo que no puede escribirse del trabajo del inconciente? He ahí donde se revela una estructura que pertenece precisamente al lenguaje cuya función es la de permitir el ciframiento. Es lo que constituye el sentido, a partir del cual la lingüística ha fundado su objeto aislándolo de él: el nombre de significante.



Es el único punto en que el discurso analítico se posa en las ramas de la ciencia, pero si el inconsciente testimonia acerca de un real que le es propio, allí está, inversamente nuestra chance de elucidar cómo el lenguaje vehiculiza en el número el real, a partir del cual se elabora la ciencia.



Lo que no cesa de escribirse es soportado por el juego de palabras que la lengua mía ha conservado de un otro, y no sin razón, la certidumbre de la cual testimonia en el pensamiento el modo de la necesidad.



Como no considerar que la contingencia, o aquello que cesa de no escribirse no sea por donde se demuestra la imposibilidad o aquello que no cesa de no escribirse y que un real se afirme desde allí que, para no estar mejor fundado sea transmisible por la fuga a que responde todo discurso.



7 de octubre de 1973.

CONFERENCIA DE JACQUES LACAN

RECOMIENDO EL VIDEO QUE ENCONTRARÁN EN LA SIGUIENTE DIRECCIÓN: http://www.youtube.com/watch?v=SJ96pNtWD3Y&feature=related