lunes, 2 de noviembre de 2009

“Hacia una conjetura de la excepción”

Por Luis Langelotti

Fuente: http://www.imagoagenda.com/articulo.asp?idarticulo=1176


“Desde el momento en que se habla de ética, lo que está supuesto es un margen de indeterminación:
se lo siente de inmediato si uno nota que no hay ética de la piedra que cae;
por el contrario hay una ética de aquel que puede tirarse por la ventana.”
Colette Soler


Desde el psicoanálisis es crucial la determinación del sujeto. Determinación que poco tiene de idealista, ciertamente, ya que es una sobredeterminación, ante todo, material. Que esta materialidad no sea la materialidad del cuerpo concebido como organismo biológico henchido de “instintos”, o bien, la materialidad de “las fuerzas productivas y de las relaciones de producción”, no quita que lo que esté en juego en el campo analítico cuando hablamos de determinación sea, en suma, algo material. Para ir rápidamente al punto, el eslabón que da la clave para concebir lo que de materialista tiene la determinación que opera en psicoanálisis, es el «significante». Ese parásito anideico y asemántico que corroe la dulce naturalidad con la cual somos arrojados al mundo, que nos sexualiza perversa y polimorfamente. Eslabón que, también, “hace mundo” –uno nuevo–, que estructura cada uno de los rincones de nuestra existencia. Ahora bien, la pregunta que motoriza al psicoanálisis en tanto disciplina que busca afrontar la persistencia del sufrimiento, es la que sigue: ¿Acaso todo es apresado, abatido, encerrado, enclaustrado por ese retículo significante, por ese denso e insistente enjambre de signos del Otro?
Creo que habría que arriesgar una definición para entender de qué se habla cuando se habla de clínica psicoanalítica: la clínica psicoanalítica tiene estructura de pregunta. No podría ser de otra manera, en efecto, ya que el deseo tiene como implicancia fundamental ese carácter de interrogación, y no de afirmación o de imperativo - instantes de clausura que pretenden sustituir al Otro vertiendo sentido.

Estimo que esta condición –la de tener estructura de pregunta– es la más tajante especificidad del psicoanálisis, y constituye aquello que le da su valor y su eficacia. “El deseo desacomoda la enunciación imperativa cuando dibuja la curva del signo de interrogación sobre el punto final [de la feroz sentencia superyoica, me atrevo a agregar]...”1. En esta frase, creo que se encuentra sintetizada de un modo muy esclarecedor la cuestión que al psicoanálisis le otorga su rasgo distintivo. Me refiero a la dimensión de la Ética y, en ese sentido, a lo que junto con Colette Soler llamamos “margen de indeterminación”.
¿Qué es lo indeterminado? ¿Qué se aloja en ese margen de indeterminación? La pregunta analítica que más arriba estableciera como siendo el motor del psicoanálisis, no es tan sólo una pregunta: es más bien lo que yo llamaría una «apuesta».
En este punto podríamos preguntarnos: ¿Qué buscamos conocer cuando investigamos o teorizamos sobre el Hombre, cuando reflexionamos sobre él, cuando nos llenamos la boca con sentencias que lo encierran en un símbolo prefabricado, con fórmulas y conceptos que lo enclaustran y lo silencian en cuanto tal, cuando lo explicamos a través de un arquetipo, de una clase, de un género, de una verdad previa, etc.? Podría decir, sin miedo a exagerar, que el así llamado “sujeto epistémico” en la medida en que “identifica”, es decir, en la medida en que avanza, captura y retrotrae a lo memorizado (rechazando lo desigual), no “conoce” pura y simplemente, sino que más bien re-conoce, es decir que, strictu sensu, des-conoce, no hace lugar a la novedad (y al ser mismo como pura novedad).

Estamos atravesando una época en la cual resulta muy complicado, por cierto, detenerse a hacer preguntas, hay todo un menú de respuestas objetivadas que lo dificultan. Es muy difícil hoy en día poder sostener una apuesta, es decir, creer en el deseo. El mundo está repleto, parece no faltarnos nada ya. Por lo demás, las conjeturas poco valen, los cuestionamientos, las demoras, los rezagos, todo lo que “no anda” –lo que no puede ser capitalizable– debe ser corregido, apartado, desechado, sustituido, anulado. El propio movimiento del mercado, de hecho, forcluye sistemáticamente a más y más elementos improductivos.
Por otro lado, como corolario del impactante avance tecnológico que ofrece cada vez más y mejores compañías alternativas que la de un ser humano, las subjetividades de hoy en día parecen disgregarse, diluirse, aislarse; en suma, haberse “convertido al narcisismo” (como lo proponía humorísticamente Woody Allen en uno de sus films). La expresión “señorito satisfecho” de Ortega y Gasset2 resulta totalmente atinada para referirnos a la época que nos toca vivir, época que entremezcla un poco de pragmatismo (bien ilustrado en lo que este autor llamaba el “régimen de acción directa”3 del hombre vulgar), por un lado, y de autismo, por el otro. Es por ello que podríamos hablar de un verdadero “pragmautismo generalizado”.

Asistimos a un espectáculo en donde, acorde al “pragmautismo” de la época, se ofertan de un modo casi frenético soluciones del orden fast food las cuales no apelan, obviamente, a la dimensión responsiva de la subjetividad. Cuán complejo puede resultar, entonces, engarzar seductoramente a una persona cualquiera en la búsqueda del desciframiento del enigma que su sufrimiento comporta.
Para el psicoanálisis, en cambio, no existe un saber exterior que pueda responder por el síntoma particular de un sujeto. El saber del síntoma sólo él lo posee, y por eso él es el único responsable, es decir, es a él al quien le toca cargar con la responsabilidad de curarse –si así lo quiere–.

Lo particularmente indignante de nuestro tiempo (tanto en el sentido de que produce indignación, así como en el sentido de que quita toda dignidad subjetiva), pues, ha de ser que, a la sobredeterminación significante con la cual inicié esta colaboración, a esa avalancha simbólica consistente en estar sojuzgado desde el vamos a un código de signos culturales, hay que agregarle ahora la mortificación que el superyó capitalista trae aparejada y los efectos estragantes –a nivel subjetivo– del “fárrago de sucesiones colectivas de experimentaciones finalmente paliativas que se concreta bajo el rótulo de la psicología moderna”4, eficaces, naturalmente, “en el campo del conformismo, incluso de la explotación social”.5
Actos terapéuticos capitalizables –a diferencia del acto analítico– que le permiten a quien los realiza acumular un saber, el cual configura progresivamente al “especialista”. En psicoanálisis, por el contrario, no hay tal cosa: el analista es más bien un incompetente, inclusive, un impotente, en la medida en que no hay algo que pueda llamarse “el poder del analista”. No hay tampoco un “campo de competencia” respecto del cual el psicoanalista sería un “experto”. Empero, sí existe un campo que es propio del psicoanálisis, lo llamamos, con Freud, el inconsciente. Y hay, también, un poder del psicoanálisis, respecto del cual Jacques Lacan nos otorgó sus «principios».6

Para finalizar con estas breves reflexiones, simplemente voy a establecer una interrogación: ¿Es la novedad algo anticipable? Pues considero que no. Es anticipable a un nivel tanto más general, como “novedad”. Podemos decir de ella: “será algo distinto”. Pero respecto de su configuración real no podemos decir nada –del devenir sólo puede decirse que deviene pero no cómo devendrá, salvo a posteriori. No obstante, esta afirmación que recién indicaba (“será algo distinto”) no es de ningún modo poca cosa, algo de poco valor y de bajo alcance. Es, por el contrario, una verdadera apertura, esto es, un verdadero «desprendimiento». Yo afirmo que para que la novedad pueda emerger, entrar en la escena, previamente, primordialmente, habrá que darle la posibilidad a ese-hombre (al hombre real) que yace frente a nosotros –en la condición que fuere– de que nos pueda sorprender. Es decir, habrá que brindarle la posibilidad de que llegue a ser una «excepción». Apostar a que allí pueda producirse una variación, una diferencia: “… a los sujetos, para que sean sujetos, hay que plantearlos como sujetos.” –decía Osvaldo Umérez–.7 Y es esa la orientación de la cura, la cual, a mi entender, no significa otra cosa más que sostener una «conjetura». Una conjetura es también una creencia, una esperanza, una ilusión, una apuesta, una confianza; todos estos, nombres del deseo, y puntualmente, del deseo del analista. Es por ello que podríamos hablar del psicoanálisis como siendo una conjetura de la excepción.


1 Friedenthal, Irene. Descubrir el psicoanálisis, Grama Ediciones, Buenos Aires, 2004. Pág. 22.
2 Ortega y Gasset, José. La rebelión de las masas. Colección El Arquero N ° 23, Ediciones de la Revista de Occidente S. A., Madrid, 1975.
3 Ortega y Gasset, José. Op. cit. Pág 158.
4 Lacan, Jacques. El triunfo de la religión: precedido de Discurso a los católicos. Paidós, Buenos Aires, 2005. Pág. 22.
5 Lacan, Jacques. Op. cit.
6 Lacan, J. “La dirección de la cura y los principios de su poder”, en Escritos 2, Siglo XXI Editores, Buenos Aires, 2008.
7 Umérez, Osvaldo. deseo-Demanda, pulsión y síntoma, Psiqué J.V.E. ed., Buenos Aires, 1999. Pág. 100.

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miércoles, 28 de octubre de 2009

La mujer, la femineidad, lo femenino. Marité Colovini

Capítulo Tesis doctorado: “Amor, locura y femineidad. La erotomanía, el delirio de ser amada: ¿Una locura femenina?”

Dra. María T. Colovini.



VIII- La mujer, la femineidad, lo femenino


Las tres figuras predominantes de la mujer en la obra freudiana son figuras de Madre. Freud aborda a la mujer en tanto hijo y presenta tres opciones: la compañera, la seductora, la muerte. O también: la que da la vida, la que corta el hilo (de la vida) y aquella con la que se recorre el camino que va de la vida a la muerte. También son mujeres las que deciden inventar el psicoanálisis, ya sea por “echarle los brazos al cuello” luego de una sesión de hipnosis, por nombrar a la cura como “cura por la palabra”, o por demandar una interpretación que logre reconciliar el saber y el cuerpo, y hacer relación donde lo imposible se demuestra.

Para Freud, lo femenino conservó el estatuto de enigma, aun cuando dedicó toda su vida a intentar descifrarlo. Como enigma ha sido motivo de movimientos de atracción y rechazo que pueden encontrarse en la teoría misma. Desde la teoría de la bisexualidad que compartiera con Fliess y que lo hizo indistinguir, para su teorización, a mujeres y varones, pasando por la afirmación de que hay una sola libido y que ésta es masculina, hasta la radical asimetría que planteará hacia el final de su obra, Freud intentará responder al “querer femenino” mediante la confesión de su fracaso.

Este “querer-mujer” será abordado por Paul Laurent-Assoun como núcleo de su investigación, con la convicción de que no es posible postular una visión de conjunto de lo femenino. “Justamente nuestra convicción es que el recurso al psicoanálisis, antes que una nueva glosa sobre el enigma de la Mujer, es el medio, –pensándolo bien, acaso el único– de romper con una Weltanschauung de lo femenino.”

Seguir la vía del “querer-mujer” permite, entonces, dar un alcance estructural a lo característico del estilo femenino: transitar lo que hace disyunción entre la sexualidad y el lenguaje, entre el Otro y el sujeto, entre el saber y el cuerpo, así como imprimir la singularidad subjetiva de su sintomatología. Esto no quiere decir que postularé una estructura de la femineidad, sino que conservaré la causalidad psíquica que imponen las estructuras freudianas de la psicosis, neurosis y perversión tanto para hombres como para mujeres. Las estructuras freudianas –neurosis, psicosis, perversión– como clínica de las modalidades del deseo y de las estructuras subjetivas no hacen diferencias en cuanto a la posición sexuada del sujeto. Entiendo que la disparidad que puede atribuirse a mujeres y hombres en cuanto a la clínica, está en el plano del síntoma y sinthome, es decir, en relación con el campo del goce y con los tipos de síntomas.

A pesar de esta afirmación, no propongo considerar una clínica del deseo y otra del goce, tal como lo plantean algunos autores, en tanto no podría disociar el deseo y el goce en su articulación en el sujeto.

Sin embargo, esto no implica una desmarcación de la vía abierta por Freud y Lacan, pues ambos han considerado diferencias, según se trate de una posición femenina o masculina respecto de
- la modalidad de establecer relaciones amorosas y la relación y elección del partenaire
- la inscripción de la falta
- el goce en el acto sexual
- la relación con la ley del significante
- la relación con el falo, específicamente

Estas diferencias no agotan aquellas que derivan de la singularidad subjetiva; también el alcance universal de las estructuras freudianas se ve modalizado por acontecimientos del devenir histórico en cada sujeto, ya que no habría estructura sin historia.

Finalmente, es necesario contar con lo que la oferta de lo real le propone a un sujeto. Estos serán los buenos o malos encuentros que seguramente dejarán su impronta en el modo de presentación de su demanda, así como en el modo de afrontar el malestar de vivir de cada uno.


1. La mujer, la Madre y la muerte en el decir freudiano

Cuando se trata de elegir una mujer, Freud propone la prueba de elegir entre tres cofres. El texto en cuestión es “El tema de la elección del cofrecillo”. En él aparece un clásico que Freud toma de Shakespeare, pero que se encuentra también en otras obras mitológicas y literarias. Según este texto, se trata de la elección que un hombre hace entre tres mujeres y de la determinación fatal de esta misma elección, ya que la tercera mujer resulta la que se debía o se habría debido elegir. Este texto puede ponerse en relación con las tres hermanas que simbolizan el destino, las tres Moiras, más especialmente, con el sueño que Freud relata en su autoanálisis, en el que se encuentra con las tres mujeres. En el comentario que Freud realiza de este sueño lo asocia con las “tres Parcas”, así como también con las figuras de la maternidad. Si se recuerda el “sueño de la madre querida”, en el que Freud sitúa su angustia en función de la imagen de la muerte que su madre presentaba y no en la muerte de su madre, puede decirse junto con Assoun, que “se trata de una muerte inherente a la Madre”.

En los mitos de las Grandes Diosas, la Gran Diosa de muchas formas –Isis, Deméter, Afrodita, Atenea, Pachamama, Bachué– es la expresión mas acabada de la madre generosa y nutriente, y a la vez, como Kali o Lilith, la terrible imagen de la muerte. Freud se refiere al período de las grandes diosas como prehistórico y anterior a la horda. Dice: “Cronológicamente la serie de los dioses es, pues, como sigue: Diosa Madre-Héroe-Dios Padre”. Plantea un renacimiento del culto luego del asesinato del padre, y los rituales sacrificiales, la castración de los sacerdotes como autosacrificio de los hijos, por la culpa del parricidio.

Los mitos de las diosas se refieren a su poder de dar vida y muerte, generando nueva vida en un ciclo eterno. El culto de la Gran Diosa está acompañado de rituales sacrificiales propiciatorios de la caza o la germinación, específicos y repetidos cíclicamente. Representan el ritmo de la naturaleza: creación, vida, muerte y renacimiento. Es el ritual sacrificial del hijo-esposo-amante de la Diosa. En esta etapa anterior al amor genital, el papel del varón es sólo fecundante y a la vez emanado y perteneciente a la Diosa, evolución de la primera concepción de la diosa partenogenética.

Con el arribo del patriarcado –adoradores de deidades masculinas–, las sacerdotizas de la Diosa son reemplazadas, con o sin violencia, por sacerdotes; los templos de la Diosa son arrasados o abandonados, y las diosas son sustituidas por dioses masculinos y finalmente por el dios del monoteísmo. Se produce un trasvasamiento mítico, de modo que debajo de la figura del dios subyacen las antiguas diosas. Corresponde a la estructuración psíquica centrada en el complejo de Edipo, que siguió al asesinato del padre de la horda y a la erección del tótem patrilineal, descriptos en Tótem y Tabú.

En el texto freudiano “¡Grande es Diana Efesia!”, luego del relato de los modos en los que se intentó destronar a la “Diosa Madre” a favor del Dios Padre del monoteísmo, Freud concluye diciendo: “pero ella no cesará jamás en sus reclamos”. Parece que la demanda materna no cesa de escribirse y subsiste eternamente.

Cabe aclarar que si bien volveré a tratar este tema cuando trabaje la relación hija-madre, esta demanda no subsiste exclusivamente para la hija mujer. También el hijo reserva a la madre el lugar de la eternidad, de la transmisión de la vida y la muerte, el de Deidad Suprema.

Assoun afirma: “Límite también de la plenitud fusional y de la absorción mortífera, que ubica a la Madre en el crisol de la vida y de la muerte, de la fecundidad y de la esterilidad. Tal vez eso es lo que Freud retendrá en el umbral de todo ‘enigma micénico’ como si temiera encontrar ese Origen mudo, prometedor de vida que, sin embargo, tiene el rostro de la muerte.”

En los dos extremos se encuentra la Muerte-Madre, y en el medio se halla la “compañera” esa mujer que, según Freud, el hombre elige a partir de los rasgos de la primera. Las cartas de Freud a su novia, advierten sobre la idea que éste tenía por esa época respecto de lo que en varios pasajes llama la “esencia femenina”. La dulzura, la reserva, la delicadeza y cierta sumisión al hombre forman parte de los atributos que Freud le otorga a su ideal de mujer. Es importante señalar también cierta posición pedagógica asumida por Freud en el estilo de la relación con su amada, así como es frecuente el argumento de autoridad esgrimido por el enamorado Freud, a los efectos de ver realizados sus anhelos.

Pareciera que Freud supone que para una mujer el noviazgo es un proceso de transformación que consiste en mudar a una “antigua Marthita” en su “amada”; mudanza que se efectúa a partir de cierta cesión producida por la mujer. Para él, la amenaza es la mujer fatal. Doble posible para su novia, que se encarga de prohibir, puede ser un temible obstáculo, en función de la atracción libidinal que ejerce, para la utilización de la libido en procesos creativos masculinos. Se trata, dice Freud, de la imposibilidad de conciliar ambos destinos libidinales. Hay en su autobiografía una mención a este mismo tema, cuando por no haber renunciado a visitar a su novia, Freud piensa que perdió la oportunidad de proseguir con sus tareas científicas y, por ende, de publicarlas, adelantándosele otro investigador en el descubrimiento. La mujer, entonces, puede ser fatal para el destino de un “gran” hombre.

Si se vuelve al texto “El tema de la elección del cofrecillo”, se observa que Freud dice que no es posible escapar al destino. Y si hay una mujer en el destino de todo Hombre, por más bella y codiciable que parezca, ésta lleva en sí misma la fatalidad de la Muerte.


2. Metapsicología de la femineidad

Tempranamente, Freud recibe de boca de las histéricas la interrogación sobre el sexo, a la que responde con la invención del psicoanálisis. Al escuchar a estas mujeres, comienza a ensayar respuestas teóricas a las preguntas que su práctica le impone.

Según Paul Verhaeghe, es posible homologar la historia teórica del psicoanálisis con las distintas soluciones que la neurosis histérica intenta para el desarreglo inicial entre real y simbólico. La teoría que Freud desarrollara por cuatro décadas dio los mismos rodeos que el tratamiento individual de una histérica.
Verhaeghe recorre un trayecto que, partiendo del desarreglo entre Real y Simbólico que implica el hecho de que hay un solo significante y dos sexos, hace necesaria la ayuda de lo Imaginario. Lo Real desaparece bajo la construcción imaginaria de la neurosis y lo Simbólico queda rezagado en dos aspectos cruciales: la función del padre y el problema del convertirse en mujer. Este recorrido, que supone una particular relación entre tres dimensiones: Lo Real, Lo simbólico y lo Imaginario, resulta interesante pues muestra de qué modo la historia del psicoanálisis sólo puede ser descifrada en la medida en que se inscriba en la historia del inconsciente.

Freud optó siempre por priorizar en sus investigaciones lo que provenía de su práctica clínica. Por lo tanto, el hecho de que siga en su teorización aquello que de allí provenía muestra que la analogía encontrada entre las soluciones histéricas al enigma de la femineidad y la teorización consiguiente, no es más que la coherencia con la posición investigadora freudiana y con la afirmación de que la teoría analítica es siempre segregada por la experiencia del análisis.

Si sigo este desarrollo es para indicar que el psicoanálisis mismo fue inventado por Freud a partir del desajuste que lo femenino produce en lo Simbólico. Si no existiera tal desajuste, si hubiera un significante que dijera qué es una mujer, no hubiera sido necesaria tal invención.

La histeria es precisamente un intento de remedio frente a tal desajuste mediante la elaboración imaginaria; de allí que Freud en su aproximación teórica partiera, en relación a la etiología de la histeria, en primer lugar de un trauma real, para luego situar en su lugar la función de la fantasía y definir que la esencia de la histeria es el deseo en sí, planteando la etiología sexual en el origen de la neurosis.

Se puede precisar que llamar “sexual” a la etiología de las neurosis alude fundamentalmente a aquello que se evidencia por el no recubrimiento de los registros, es decir: lo sexual es lo que hace agujero, lo que no es natural y no puede estar contenido en lo simbólico, algo que lo imaginario se empeña en taponar.

Assoun también realiza un planteo en este sentido: “Por ello mismo alcanzamos la mayor ganancia de nuestro método: partiendo de la relación, resulta posible reaprehender las tesis freudianas relativas a la sexualidad femenina de un modo distinto a un conjunto de tesis. Hay allí un modelo explicativo de la posición ‘mujer’ en el inconsciente, que le ha sido impuesto por las mujeres a la teoría freudiana: pues quien impuso la teoría freudiana es la resistencia de ellas.”

Se puede seguir cierta cronología de los textos freudianos sobre femineidad a partir de “Tres ensayos para una teoría sexual” (1905) donde sólo en contadas ocasiones se nombran algunas diferencias con respecto a la sexualidad en el varón y la niña, todas en función de encontrar en la niña el análogo del varón, insistiendo en notas posteriores (1915 y 1923) en que la diferencia masculino/femenino no es representativa para el psiquismo y está recubierta por la oposición actividad/pasividad.

En una nota de 1923, Freud atribuye al clítoris la calificación de zona erógena directriz en las niñas. Finalmente, considera que habría una evolución que convertiría a la niña en mujer, y que dicha evolución puede desentrañarse al seguir el camino recorrido por la excitabilidad del clítoris. Recién en “La disolución del complejo de Edipo” (1924), se interrogará por las diferencias encontradas respecto de este complejo en niñas y varones. Parte de la consideración de que la castración en las niñas es un hecho consumado y se pregunta: ¿cómo se forma el superyó en las mujeres y cómo se interrumpe la organización genital infantil en ellas?

Para Freud hay una univocidad en el Complejo de Edipo en la mujer; la renuncia al pene es soportable si se la sustituye por una tentativa de compensación; y así introduce la equivalencia simbólica entre el pene y el niño, diciendo que la mujer pasa de la idea de pene a la idea de niño. Se trata, para la mujer, de recibir un hijo del padre. Pero Freud acentúa el carácter sustitutivo del deseo de hijo, diciendo que los dos deseos, el de pene y el de hijo, perduran en el inconsciente, lo que prefigura el alcance estructural del Penisnied (envidia del pene) en el devenir mujer.

Ya en 1920, en el texto “Sobre la psicogénesis de un caso de homosexualidad femenina”, Freud había incursionado en la particularidad de este deseo de niño y en los efectos de su frustración para la “joven homosexual”, considerando que tal frustración llevó a esta joven a identificarse con su padre y amar así al modo masculino: “che poco espera e nulla chiede”

Es precisamente en “Algunas consecuencias psíquicas de la diferencia sexual anatómica” (1925) que Freud se explayará sobre la envidia del pene y situará su valor en cuanto al devenir mujer de la niña. A diferencia del varón, cuando la niña percibe la diferencia sexual anatómica: “Al instante adopta su juicio y hace su decisión. Lo ha visto, sabe que no lo tiene y quiere tenerlo.” A partir de allí, se instala el complejo de masculinidad en la niña, cuyo referente es la envidia del pene.

Las posiciones que puede adoptar la niña frente a la terrible constatación son tres: la esperanza, la desestimación y la aceptación. Si acepta el juicio que realiza simultáneamente con la percepción de la diferencia anatómica, se sentirá inferior, aparecerán en ella los celos (que cumplen en la vida psíquica de la mujer un papel muy importante), se relajarán los lazos con la madre y se reprimirá la sexualidad masculina clitoridiana. Por esto, Freud dice: “El reconocimiento de la diferencia sexual anatómica fuerza a la niña pequeña a apartarse de su masculinidad y de la masturbación masculina”

La libido de la niña se desplaza hacia el padre en la espera de recibir un niño, un hijo del padre. Es con este propósito que toma al padre como objeto amoroso. Por lo tanto, hay dos tareas más que la niña debe cumplir en su devenir: el cambio de objeto de amor y el cambio de sexo. Este último cambio se debe a que Freud considera que hay dos fases en el desarrollo de la sexualidad de la mujer: la masculina y la femenina, y que “la disposición bisexual es más patente en la mujer que en el hombre”.

La niña también puede rebelarse ante la castración: se aparta de la sexualidad, afirma la masculinidad amenazada con la fantasía de ser un hombre, o toma al padre como objeto amoroso en medio del complejo de Edipo. Dice Freud: “Estas diferencias plasman el carácter de la mujer como ente social.” Esta frase freudiana es importante, pues afirma que la incidencia social de la mujer, su carácter social, su “estar en sociedad”, queda profundamente marcada por la actitud que toma frente a su femineidad, que a esta altura está homologada con el polo castrado de la oposición: fálico/castrado. Por lo tanto, para Freud, el carácter de una mujer como “ente social” deviene de: a) vivir en el apartamiento de la sexualidad o neurosis, b) considerarse un hombre, o c) ser una madre.

Ya se ha dicho que la diferencia de sexos toma distintos modos de la oposición en la obra freudiana y establece la siguiente serie:
- Actividad/pasividad
- Fálico/castrado
- Hombre/mujer

Freud dice que recién luego de la pubertad, y cuando las modificaciones biológicas otorgan la capacidad de reproducción, se abre para el sujeto la posibilidad de establecer la diferencia de sexo en términos de hombre/mujer, o masculino/femenino. De allí que la serie de la elección de objeto tome, luego de la pubertad, el carácter de heterosexual. Por lo tanto, esta afirmación freudiana sobre el modo en que se plasma el “carácter de la mujer como ente social”, se sostiene en la oposición dominada por el falo y deja a la mujer plasmando en sus relaciones sociales, su actitud frente a la castración.

Creo que se trata de la “repulsa a lo femenino” de la que Freud habla en “Análisis terminable e interminable” y que constituye el límite que encuentra en la cura; límite infranqueable, ya que para Freud está encallado en la “roca viva de la castración”. Esta roca está hecha, para la teorización freudiana, con lo real orgánico y constituye un irreductible para el psicoanálisis.


3. Una relación prehistórica

En “Sobre la sexualidad femenina”, Freud describe la actitud hostil de la niña para con su madre y sitúa los distintos contenidos del reproche que, desde el cambio de sexo y de objeto edípicos, sostiene la relación niña-madre. De estos contenidos, el primero que Freud anota es “porque la hizo mujer”.Vuelvo a resaltar que no se trata de la diferencia hombre/mujer, sino fálico/castrado y que, en realidad, si se repasan los distintos contenidos, se trata sobre todo de reprochar a la madre su propia castración, la castración materna, más que la de la niña.

Esto queda claro cuando Freud dice que la niña reprocha a su madre la primera estimulación sexual y la posterior prohibición de la actividad sexual, es decir, la niña reprocha haber sido seducida por su madre y luego sufrir la prohibición de aquello que le había sido instilado. Esta fase que Freud dice descubrir con sorpresa, y que llama fase preedípica en la mujer, constituye un descubrimiento que homologa con el de la cultura minoico-micénica tras la griega. Allí remarca que se trata del resultado de “una represión inexorable” que las analistas mujeres pudieron captar mejor dada su posición en la transferencia. Freud establece la relación etiológica entre la histeria y la paranoia en las mujeres, con el temor o la fantasía a ser devorada por la madre.

En la Conferencia XXXIII, “La femineidad” (1932), vuelve sobre el tema de la relación niña-madre y llama “odio” a la hostilidad edípica. Este “odio de la madre” marcará profundamente la relación de una mujer con el otro, y de su resolución o persistencia dependerá la posición femenina en el amor.

Creo importante subrayar este momento en la obra freudiana, ya que se trata de su mayor elaboración en cuanto a aquello que hace a la especificidad en el “estilo femenino”. Este tiempo preedípico que constituye la intensa relación de la niña con su madre, deja su marca en toda su historia edípica ulterior. Verdadero período prehistórico, si se establece que el comienzo de la Historia está marcado por la aparición de la escritura.


4. Un estilo femenino

En Nacimiento y renacimiento de la escritura, Gerard Pommier realiza una interesante comparación al poner en correspondencia el origen de la escritura con la instancia del Nombre del padre: “La historia de la escritura y la invención del alfabeto están marcadas por un acontecimiento diacrónico del mismo valor que el que introduce la represión al final del Complejo de Edipo, es decir, el asesinato del Padre”. La escritura debe rendir homenaje a un Dios que la autoriza, y este Dios, Tótem o Padre, requiere para su eficacia de condiciones específicas.

Ya se ha visto anteriormente como la Diosa madre precedía al Dios padre según la cronología establecida por Freud en 1911.

Así como el estilo es pensado en la escritura como una operación de sublimación, el estilo femenino puede considerarse como el resultado de operaciones sobre las marcas dejadas por la relación niña-madre. El estilo de una mujer se caracterizará, en definitiva, por lo que ella pueda hacer con esas marcas, tanto en su tránsito por el Edipo y en su amor al padre, como en la posición que adopte en relación con el descubrimiento de las diferencias sexuales anatómicas, es decir, frente a su propia castración. Dicho de otro modo, el estilo de una mujer se definirá por lo que ésta pueda hacer con las marcas dejadas por su encuentro con el deseo materno. “El estilo marra el vacío, siempre esclavo de la forma que proviene y sobre la cual se apoya de continuo: así debe lanzar su golpe otra vez, renovar su forma”.

El acceso a la escritura, y por ello a la escritura de la Ley, dependerá de la posibilidad de inscripción de la marca –operación de lectura mediante– y su metaforización consiguiente como Nombre. Hay una identidad de operación que da cuenta de la especificidad del nombre propio en psicoanálisis, de lo que está en juego en el origen de la escritura, y esclarece la estructura del inconsciente.

El estilo femenino, su singular estilo, dará cuenta de la relación de una mujer con el nombre propio, con la instancia de la letra, con el inconsciente, y tendrá el sello de este período preedípico de la relación con su madre.

Freud afirma: “Advertiremos así que la exclusiva vinculación materna, que cabe calificar de preedípica, es mucho más importante en la mujer de lo que podría ser en el hombre. Múltiples manifestaciones de la vida sexual femenina que hasta ahora resultaba difícil comprender pueden ser plenamente explicadas por su reducción a dicha fase.” Aquí se destaca que, para la niña, el Complejo de Edipo es “un descanso”, que la sujeto tarda en abandonar. Es interesante esta manera de concebir el Edipo femenino, ya que parece que la turbulencia, el esfuerzo, la intensidad de la relación niña-madre, encuentra en el Edipo una estación de relax, una especie de “solución preliminar” aunque no definitiva. Es así como el amor al padre produce un descanso de la vinculación preedípica, si bien se presenta como la sustitución del amor a la madre.

Creo importante resaltar que también se trata de un amor que incluye la legalidad en su seno, es decir, es un amor que pacifica en tanto se establece en el marco de la legalidad edípica. Hay mediación en este amor, a diferencia del lazo erótico- amoroso con la madre que al ser preedípico aún no cuenta con las mediaciones simbólicas. La relación madre-hija comienza con un cuerpo a cuerpo sin intermediarios y deja su impronta como un fondo pasional que perdura en el amor de una mujer.


5. La femineidad

Freud termina el apartado sobre el complejo de Edipo en la mujer, afirmando que en este caso ocurre casi todo lo contrario de lo que ocurre en un varón:
- el complejo de castración prepara el complejo de Edipo en lugar de destruirlo
- la envidia del pene aparta a la niña de su madre
- el Edipo es un puerto de salvación para la niña
- y por esto mismo no hay demasiados motivos para abandonarlo

Ante la persistencia de la niña en el Edipo, Freud se encuentra con una dificultad para explicar la formación del superyó en ella. Si el superyó es el “heredero” del complejo en el varón: ¿cómo se conforma en la niña si no hay disolución? Esta es una pregunta que Freud deja abierta en el texto, no sin antes anunciar que será del disgusto de las feministas.

Si bien en la conferencia citada Freud advierte acerca de la insuficiencia de los conocimientos psicoanalíticos para dar cuenta detalladamente de los distintos avatares femeninos en la pubertad y madurez, señala también la correspondencia de un elevado montante de narcisismo con la femineidad. Para explicarlo, insiste en los efectos de la envidia del pene. El cuerpo de la mujer y su atractivo quedarían de este modo homologados al interés narcisístico que el pene representa en el varón. Recuerden que en otros textos, Freud ha asociado el carácter narcisista de la mujer con el atractivo que emana de ella, comparándola con ciertos animales, como los felinos, los niños pequeños y los grandes criminales.

Este carácter narcisista vuelve a relacionarse con la mujer respecto de la elección de objeto que caracteriza a lo femenino, la elección narcisistica, donde se ama: a lo que uno mismo fue, a lo que fue parte de uno mismo, a lo que se quiere ser.

Pareciera que la femineidad se halla fuertemente ligada al narcisismo, tanto en la relación con el propio cuerpo como en aquellas condiciones que determinan las elecciones de objeto femeninas.

Si se enlaza la importancia de la impronta de la relación madre-niña dejada en esta última, con la afirmación freudiana sobre el elevado montante de narcisismo que se le adscribe a la femineidad, se vuelve a resaltar la persistencia de períodos tempranos de la estructuración subjetiva en aquello que dará forma al estilo femenino. Será del resultado del enlace de esta “prehistoria” con la historia edípica y, por ende, de la simbolización posible del enfrentamiento con la castración materna, que la envidia del pene irá teniendo el alcance estructural sobre las particularidades de la mujer en su historia posterior.

Así queda remarcado que la relación de la niña con el falo, tematizado en Freud como envidia del pene, dará su particularidad a distintos avatares de la existencia femenina. En la parte final de la conferencia a la que me estoy refiriendo, cuando Freud se ha propuesto indicar algunas peculiaridades psíquicas de la mujer madura, se puede observar cómo soporta sobre la posición femenina frente a la castración, la descripción de la mujer como un ente social.

La envidia del pene reaparece en la elección de objeto amoroso y también en la relación de la mujer con la maternidad. Es también del predominio de la envidia femenina el resultado de la relación de la mujer con la ley y la justicia, así como su debilidad en cuanto a la capacidad de sublimación de las pulsiones.

La inmutabilidad psíquica que Freud atribuye a las mujeres, a diferencia de los hombres, queda explicada por la ardua tarea impuesta a la niña para devenir mujer, tarea que parece agotar tempranamente al sujeto para cualquier otro devenir.

Dice Freud: “Es como si todo el proceso se hubiera cumplido por completo y quedara sustraído ya a toda influencia”. ¿De qué habla Freud aquí? ¿Cuál es el proceso cumplido y sellado? Creo que Freud mismo se encuentra con un límite para su metapsicología. Basta leer la nota a pie de página escrita por el traductor, que inicia las Nuevas lecciones: “En verdad publicadas el 6 de diciembre de 1932, aunque el volumen se fechó en 1933, Viena. En esta serie de importantes aportaciones Freud, casi imposibilitado del uso de su voz por el cáncer que lo afectaba, decidió, sin embargo, darle una forma expositiva igual a su serie de leeciones de 1915-1917”.

En “Análisis terminable e interminable” (1937), Freud volverá sobre este límite cuando en el apartado VIII se explaye sobre la “repudiación de la femineidad”: “En ningún momento del trabajo analítico se sufre más del sentimiento opresivo de que los repetidos esfuerzos han sido vanos y se sospecha que se ha estado predicando en el desierto, que cuando se intenta persuadir a una mujer de que abandone su deseo de un pene porque es irrealizable; o cuando se quiere convencer a un varón de que una actitud pasiva hacia los varones no siempre significa la castración y es indispensable en muchas relaciones de la vida.”

Freud culmina este texto con el convencimiento de haber alcanzado un límite infranqueable para su práctica analítica, afirmando que “para el campo psíquico, el territorio biológico desempeña en realidad la parte de la roca viva subyacente”, y definiendo la repudiación de la femineidad como “un hecho biológico, una parte del gran enigma de la sexualidad”.

Al recorrer el legado de la enseñanza lacaniana sobre el tema, se puede precisar de qué modo este “campo biológico” puede situarse en la dimensión de lo Real y orientar al sujeto en la culminación de su análisis.


6. El falo

El descubrimiento de la fase fálica del desarrollo libidinal, reorientó en los textos freudianos los distintos estadios que hasta ese momento formaban una serie que incluía los estadios oral y anal como pregenitales y luego el de la pubertad como estadio genital.

La inclusión de la fase fálica fue la culminación de lo que se llamó el “falocentrismo freudiano”, y constituyó, junto con la calificación de “masculina” de la libido, el pivote de su teoría de la sexualidad.

Es alrededor de los efectos de esta fase libidinal que pueden situarse los destinos de la femineidad en Freud, ya que, o se trata de la inhibición neurótica de la sexualidad, o del complejo de masculinidad, o del deseo de niño; pero en estos destinos el falo y sus equivalentes toman el principal lugar, y la envidia del pene es la constante.

Con el tránsito edípico, el falo pasa a relacionarse con el padre, tanto en el hombre como en la mujer, siendo el padre el donador del mismo (para la mujer) y también el responsable de la amenaza de castigo que representa la castración (para el varón).

Veraheghe, sostiene que “las soluciones postuladas por Freud para el complejo de Edipo ‘femenino’ guiadas por la envidia del pene terminan en un atolladero [...] Tanto en la práctica como en la teoría, Freud había realizado el mismo camino que la histérica, salvo que él había penetrado más en lo Imaginario, hasta las realidades determinadas biológicamente.”

Luego, el autor desarrolla una hipótesis que le permite situar al complejo de castración como una defensa contra la femineidad, a través de consideraciones sobre el artículo freudiano “Lo Siniestro” (en el que se define que lo verdaderamente unheimliche es lo Real del primer Otro) y los desarrollos de “Moisés y la religión monoteísta”, especialmente en lo atinente a la circuncisión (símbolo de la castración simbólica) como prenda del pacto simbólico con el Padre/Dios. Así, dice: “La angustia primaria no está relacionada con la castración sino con lo real que está más allá de la castración, es decir, más allá del significante. La castración es lo que, retroactivamente, convierte a este goce primario en una forma legítimamente significada y por lo tanto elaborable”.

Para Verhaeghe, el Edipo llamado por Freud “femenino”, no es sino una formulación de una de las etapas del Complejo de Edipo histérico. Freud estableció primero el período final defensivo y luego descubrió de qué se defendía ese período. En cuanto a la versión “masculina” del complejo de Edipo, éste no es más que “el punto final histérico”.

Ya he señalado que para este autor, la teoría psicoanalítica transita por los mismos avatares que la histeria y se encalla en los mismos atolladeros: el padre y la castración. Evidentemente, fue necesaria la enseñanza lacaniana para salir de estos atolladeros, ya que si bien algunos analistas posfreudianos lo intentaron, encallaron en otros.

En Lacan, la distinción de tres dimensiones de la estructura: lo real, lo simbólico y lo imaginario, y su anudamiento o desanudamiento, permitió distinguir al padre y al falo, en tanto simbólico, real o imaginario. También la castración en tanto que real, imaginaria o simbólica puede ser situada con diferentes agentes y consecuencias. Esta distinción hace que pueda pensarse en el Edipo freudiano con otra lógica que Lacan propone a partir de la metáfora paterna.

Los significantes de la metáfora paterna son dos: Deseo de la madre y Nombre del Padre.

La estructura de la metáfora en Lacan se escribe de la siguiente manera:



Originalmente, el Deseo de la madre está en relación con el Ideal materno, y el Nombre del Padre al sustituir al significante del Deseo de la madre, hace del Ideal un término articulado a la autoridad del Padre. Al producir la sustitución –acción metafórica–, el significante del Nombre del Padre opera en su función creadora (creación ex nihilo como producto de la acción significante). El resultado de la operatoria es que la significación fálica se inscribe en el A.

Para ampliar esta formalización, Lacan secuencia al Edipo en tres tiempos:

- primer tiempo: el niño se identifica con el objeto del deseo de la madre. Aquí, el falo imaginario, imagen ideal que se le ofrece y constituye su yo, está alienado a ella. La madre, sometida a la ley simbólica, pasa esta ley a su hijo, y funciona como Otro absoluto.

- segundo tiempo: se inaugura la simbolización. La madre se vuelve un símbolo y se introduce la mediación del Logos en la relación madre-niño. Más allá de la ley materna, interviene la ley del padre que a través del Nombre del padre indica al niño que el deseo materno se somete a su autoridad. Se ejerce una doble privación tanto para la madre como para el niño. Para la madre: no reintegrar el producto; para el niño: separarse de la identificación con el objeto del deseo materno. La castración hace que el falo aparezca imaginariamente como falta y en lo simbólico, como significante del deseo.

- tercer tiempo: se produce la declinación. Hay también un paso del ser (el falo) al tener (el falo) para el niño. Tenemos aquí la dimensión real del padre como soporte de las identificaciones del Ideal. Hay en este tiempo una disimetría en cuanto a lo que varones y niñas pueden hacer con el tener o la falta en tener el falo.

Si Lacan revisa el complejo de Edipo freudiano, lo hace sobre la base de que la estructura del sujeto depende de lo que se articule en el Otro. Es decir, que “lo que se desarrolla allí es articulado como un discurso”. Por esta razón Lacan puede estudiar los tiempos del Edipo en tanto mensaje invertido. No se trata de que en este modo de presentar el complejo de Edipo no tome en cuenta los afectos o la presencia efectiva de alguien, sino de cómo operan estos afectos y esta presencia en la trama discursiva.

Como se ha visto, en el primer tiempo del Edipo interviene el Padre simbólico, en tanto Nombre del padre operante en la madre; en el segundo tiempo, se desarrolla la acción del padre imaginario; y en el tercero, adviene el padre real como soporte de las identificaciones ideales.

También el falo se presenta en sus dimensiones imaginaria y simbólica –que se corresponden con su intervención metonímica a partir de la ecuación niño-falo– y metafórica, como significante del deseo del Otro.

La articulación entre Nombre del Padre y falo es tal que, de no producirse la inscripción de este significante, el falo simbólico resulta elidido. Así, el falo relativo al Deseo de la madre es el símbolo imaginario de su deseo (éste es el falo con el que se identifica el perverso). Y el falo relativo al padre es el que está reglado por el nombre del Padre y cumple la función de significar.

Al desarrollar el esquema R, Lacan señala que para simbolizar las significaciones de la reproducción sexuada bajo los significantes del amor y la procreación, alcanza con tres significantes: M (significante del objeto primordial, la madre, el Otro de la demanda), P (posición en A del Nombre del Padre) e I (significante del Ideal simbólico, también significante que simboliza al niño, como ideal de completud materno). La operatoria del padre consiste en separar o distinguir al sujeto que encarnó el lugar del Otro, M, del lugar de A. Y así se conforma el triángulo simbólico del esquema:


4. Figura extraída de A. Eidelsztein, op. cit., p. 148

El cuarto elemento de esta estructura es el sujeto, “en su realidad, como tal precluida (forclose) en el sistema”. En tanto la realidad del sujeto está forcluida como tal, hay una correspondencia con su “inefable y estúpida existencia”.

Lacan ubica al sujeto en una posición distinta en el cuadrángulo y muestra que los cuatro elementos son heterogéneos, es decir, tres más uno. El sujeto, dice Lacan, entra en el juego como muerto y sólo se convierte en el sujeto verdadero en la medida en que el juego significante va a hacerle significar.

En el mismo lugar del esquema, se encuentra la imagen fálica, φ, el falo imaginario, pero Lacan habla del significante fálico. En tanto el significante fálico es un significante impar, no hace cadena con los otros significantes y por eso no está escrito en el esquema junto a los otros significantes. Al significante fálico Ф se lo articula con el significante de la falta en el Otro, ya que es uno de sus nombres.

Escribir en el esquema el falo imaginario, φ, señala la posibilidad de imaginarizar la vitalidad que le es dada al sujeto por la identificación con el falo imaginario asociado a la erección. Ahora bien, esta identificación, está determinada por el significante fálico: Ф.



5. Figura extraída de A. Eidelsztein, op. cit., p. 154


La vida y la muerte están localizadas en el cuadrado. La muerte introducida por el padre es otra muerte que la biológica, asociada a la creación ex nihilo, tanto de sí mismo, como del sujeto; es una muerte simbólica. En el vértice opuesto se inscribe la dimensión fálica y la vida.

En la historia de la cultura, el falo ha operado como símbolo de la garantía de vida. “En su articulación recíproca, el padre introduce la muerte, indudablemente la muerte simbólica, y el falo la vida, la vida vinculada al símbolo, la “segunda vida”.

El sujeto se identifica con su ser vivo al falo imaginario, en tanto es aquello que la imagen del cuerpo ofrece como la imagen más potente de “estar vivo”: la erección fálica.

Si se observa el cuadrado, se ve que al sujeto por advenir se le ofertan, desde el Otro materno, dos lugares donde alojarse: el φ y el I. Son dos lugares distintos, aunque articulados, ya que el objeto imaginario que inscribe φ se relaciona con la imaginarización de lo que le falta al Otro. Ahora bien, el falo imaginario puede estar en su versión positiva: φ, el niño en tanto tapón de la falta materna; así como también negativizado: -φ, lo que siempre faltará en la imagen. Que opere negativizado depende de la operación de la metáfora paterna.

También el I posee distintas características en tanto funcione o no P. Si opera el Padre, si el significante del Padre está en función, tendrá inscripto el no-todo, ya que P hace de I, como de toda imagen, un no-todo.

¿Cuál es la relación del sujeto con el significante fálico: Ф? Lacan hace depender de esta relación el sostenimiento del campo de la realidad, limitado en el esquema R por los términos: MimI.


6. Esquema R. Extraído de J. Lacan, “Una cuestión preliminar…”, p. 534.

Si como se dijo antes, el significante del sujeto se encuentra forcluido y adviene a su realidad como significación fálica, y el significante fálico es un significante distinto a todos los otros, la significación fálica queda íntimamente relacionada con el significante que marca la falta en el Otro. Esto es así porque el A no contiene el significante que pueda inscribir al sujeto, y es por eso mismo que el sujeto sólo accede a su significación fálica, producida por el juego significante.

En “La significación del falo”, Lacan dice que el falo es ese significante destinado a designar en su conjunto los efectos de significado. Esto hace que el falo como significante sea distinto a los demás. La propiedad exclusiva de este significante es que nunca podrá pasar a articularse con otro significante, nunca será un S1 de ningún S2. No participa de ninguna metonimia ni metáfora. Por eso es impar y el único símbolo verdadero pero también innombrable.

El significante fálico debe ser destacado del conjunto de significantes en tanto es innombrable, indecible, impar, distinto a todos y por ende, más acá de la demanda. Este significante recae sobre el sujeto y sobre el A en forma de barra: el resultado es que el sujeto y el A están barrados.

Lacan también denomina al significante fálico como significante del deseo. En tanto está relacionado con aquello que falta, con la barra que cae sobre el sujeto y el A, esta designación es coherente con la afirmación de que el deseo del hombre es el deseo del Otro, y que el deseo del Otro es equivalente a su falta.

El falo simbólico, el significante fálico Ф, no puede ser negativizado como su versión imaginaria. Este significante posee la lógica de √ -1, y al hacerlo escribe la inherencia de un -1. Por esto, Lacan también lo llama significante del goce, es decir, de la interdicción del goce para todo sujeto de la ley.

El falo negativizado que inscribe la castración es imaginario, -φ; al pasar de lo imaginario a lo simbólico y positivizarse, el falo simbólico se hace el símbolo de la castración: Ф, en tanto nombra una falta; y en lo real, queda articulado al goce.

A partir del seminario XVII, Lacan comienza a ubicar al objeto a como plus de gozar. Éste es el goce discursivo, el goce del bla, bla, bla. Goce fuera del cuerpo que queda en este estatuto al articularse la simbolización primordial; y deja un resto: el objeto a como plus de goce. Al introducirse en el lenguaje, el sujeto a advenir, en tanto ser hablante, produce una pérdida de goce cuyo resto (lo que se recupera) es el objeto a como plus de gozar que suple el goce fálico perdido.

Éste es el modo en que Lacan articula la acción de lo simbólico sobre el goce, que produce anulación y también recupero. Mientras se desplaza esta identificación del falo simbólico como significante del goce, se introduce la función fálica como función de goce.

Desde esta perspectiva, en la última parte de la enseñanza lacaniana hay tres términos articulados al falo: la función fálica, el goce fálico y el falo como semblante. La función fálica inscribe tanto el goce como la castración. Su escritura, Фx, es formulada según la lógica proposicional de Frege. El argumento de la proposición en la que interviene es uno sólo: el sujeto en tanto sexuado.

Podría decirse que el falo como semblante por excelencia comienza a plantearse en Lacan simultáneamente con la designación del falo como significante. La categoría “semblante” es desarrollada a partir del seminario XVIII, pero se preanuncia mucho antes, sobre todo cuando desde “La significación del falo”, Lacan sitúe al falo como un punto de basta entre los registros simbólico e imaginario. En “De una cuestión preliminar...”, Lacan inaugura la expresión “significante imaginario” para designar al falo, lo que a primera vista parece un oxímoron, pero que da cuenta de la singularidad del falo tanto entre los significantes como entre las imágenes.

La designación del falo como significante, le permite a Lacan zanjar el debate promovido fundamentalmente por Jones en el psicoanálisis, y continuado por analistas posfreudianos. En tanto el falo puede despegarse de su realidad anatómica, que en realidad es parte de la imagen del cuerpo, el estatuto significante del falo puede dar cuenta de la relación del sujeto con él, sin el inconveniente de la diferencia anatómica de sexos. Lo que no se resuelve con datos biológicos tiene solución con datos lingüísticos.

De este modo, Lacan produce una argumentación que interviene en el debate alrededor del falo, sosteniendo la posición freudiana, pero con otras razones.

J.A. Miller en La naturaleza de los semblantes, desarrolla paralelamente el estatuto de ficción de la verdad y el falo como semblante. Allí dice: existe una “desnaturalización” de la alteridad del sexo que no se funda jamás en la realidad o la naturaleza. Teniendo en cuenta que la verdad sólo se concibe con referencia al Otro, el hecho de fundarse en ella significa “fundarse en el semblante”. Por esto, la sola presencia del Otro desata “una dimensión de mascarada en el papel sexual.”

Se ve así que el falo como semblante es una imagen que esconde una articulación significante, se aclara la designación lacaniana de significante imaginario y se especifica aún más cuando se eleva el falo al semblante por excelencia.

En “La significación del falo”, Lacan propone: “Puede decirse que ese significante es escogido como lo más sobresaliente de lo que puede captarse en lo real de la copulación sexual, a la vez que como el más simbólico en el sentido literal (tipográfico) de este término, puesto que equivale allí a la cópula (lógica). Puede decirse también que es por su turgencia la imagen del flujo vital en cuanto pasa a la generación”. Se trata del falo incluido en la copulación real, pero también, del falo como el símbolo más puro.

Lacan subraya la función lógica del falo, lo que más adelante le hará decir que el falo es precisamente esa barra que cae sobre el sujeto y el Otro pero que, en tanto tal, funciona velado. Ya sobre el final de su enseñanza, ubicará al falo como suplencia de la relación sexual que no hay.

En el seminario XX, al introducir las modalidades lógicas, Lacan dirá que en la experiencia analítica el falo cesa de no escribirse, es decir, se vuelve contingente, y producirá un cambio en cuanto al significante del goce, ya que lo escribe, S1, goce del idiota, goce singularísimo.

Es importante considerar este punto, en tanto se ha visto cómo para Freud el análisis encuentra un límite en la posición de mujeres y hombres con respecto al falo. Podría decirse que para Freud, el falo se presenta como necesario, en tanto no cesa… de pedirse y resguardarse.

Lacan dice que esta aparente necesidad de la función fálica se descubre por el análisis como algo que no es más que contingencia. De este modo, se instala, para la relación entre los sexos, el régimen del encuentro.


7. La privación

En el Seminario IV, Lacan analiza las categorías de la falta e intenta aclarar ciertas confusiones respecto de los términos frustración y privación. Al aplicarles la grilla de sus tres registros, frustración, castración y privación quedan situados tanto en relación con el registro en que se produce la operación, como a su agente y la dimensión del objeto sobre la que se producen.

La frustración (versagung) es una operación imaginaria que recae sobre un objeto real. Su agente es la madre simbólica. La privación, operación real, concierne a un objeto simbólico y su agente es el padre imaginario. La castración, operación simbólica agenciada por el padre real, opera sobre un objeto imaginario.

Si Lacan plantea que para la niña, la castración es un imposible lógico, se trata de que para ella la amenaza de castración no puede tener el mismo efecto que para el niño, ya que a la niña no le falta nada en lo real. Ahora bien, es porque ella ha situado al falo más allá de la madre, por descubrir la insatisfacción en la relación, que se produce el deslizamiento del falo imaginario a lo real: el padre aparece entonces como el portador del pene real. Si la niña ha renunciado al falo como pertenencia, podrá esperarlo como don del padre.

Es aquí donde se advierte el verdadero peso de la privación en la mujer. El descubrimiento de la falta de pene que realiza la niña sobre su cuerpo opera como un verdadero agujero en lo real. Pero también para el niño esto cobra su importancia, en tanto la castración toma como base esta misma aprehensión: en lo real, se trata de la ausencia de pene en la mujer.

Las mujeres, dice Lacan, son castradas en la subjetividad del sujeto; en lo real, están privadas. La privación requiere de la simbolización del objeto en lo real. Se trata de la indicación de que algo no está cuando se supone que podría estar, es decir, de introducir en lo real el orden simbólico.

“Una privación sólo puede concebirla efectivamente un ser que articula algo en el plano simbólico”. Este objeto, el pene, del que la mujer está privada se presenta en su estatuto simbólico. A partir de esta modalidad que toma la falta en la mujer, puede decirse que una mujer tiene una relación privilegiada con lo real y que esta misma situación coloca a la mujer en una relación específica con el registro el don. Por otro lado, si la castración tiene efectos en una mujer, sólo es en segundo grado, ya que para ella se trata de la castración del padre o del compañero. Es justamente en el otro donde la castración puede convertirse en una amenaza para la mujer.


8. La sexuación

La perspectiva falocéntrica, que ha ocupado a psicoanalistas y feministas en un larguísimo debate, se inaugura con la función preeminente que Freud le otorga a la castración y al complejo de Edipo en la estructuración del sujeto. Si bien abordaré en otro capítulo los términos y los impasses de este debate, quiero destacar que el mismo se encuentra desplazado, ya que lo que está en juego es una lógica del Uno y del Todo, que toma al falo como pivote.

El falo es precisamente este Uno Único que haría Todo, ya que se trata del único elemento existente, símbolo o significante, para representar la existencia del sexo y de la diferencia sexual. Desde esta perspectiva, puede afirmarse que el llamado debate alrededor del falo se organiza alrededor del Uno y del Todo, y por eso se desarrolla en el campo de la política.

Lo femenino horada este debate ubicándose como aquello que haciendo objeción al Uno y al Todo, debe defenderse para combatir el cierre de una lógica universalizante y homogeneizante.

He dicho anteriormente que Lacan entró en este debate argumentando la posición freudiana desde la teoría del significante, lo que descentró la discusión de sus referencias biológicas e imaginarias; pero en el transcurso de su enseñanza precisó su posición hasta obtener, con la ayuda de la lógica, la filosofía y las matemáticas, una formalización que pudiera acotar la tendencia universalizante y segregatoria del falocentrismo.

Para obtener esta consecuencia fue necesario introducir lo que él llamó el campo del goce, ya que es por su interrogación y su abordaje que Lacan llega a precisar las llamadas “fórmulas de la sexuación”, precisando que al goce sólo se lo aborda a partir del semblante.

Al establecer la función fálica, en el sentido de la lógica proposicional de Frege, Lacan escribirá el modo en que el sujeto, en tanto sexuado, se inscribe como argumento de dicha función. La variable aparente, según Frege, es aquella que siempre deja un lugar vacío que será llenado por el significante.

Con las fórmulas de la sexuación, Lacan intenta llenar este vacío producido por la imposibilidad de escribir la relación sexual que deviene de la existencia de un único elemento para dar cuenta de la diferencia entre los sexos: el falo. Recurre a la lógica para inventar una escritura que, sin intentar hacer relación donde no hay, permite dar cuenta de los impasses que genera el goce sexual.

En el seminario XXI, Lacan dice: “El inconsciente no descubre nada, no hay nada que descubrir, en lo real siempre hay un agujero; se inscribe y se inventa alrededor de ese agujero, el agujero de la variable aparente; las lógicas inventaron también formas de escribir.”

La escritura de la función fálica: Фx, y la inscripción del ser hablante en tanto variable, permite escribir que cada uno, más allá de su sexo biológico, responde a la función fálica. En esta cuestión, Lacan es consecuente con Freud pues sitúa que no existe más que esta función, la que se inscribe como del falo, para los dos sexos. El significante fálico Ф da la medida al goce, pone un límite al goce autoerótico y garantiza que la sexualidad es siempre con Otro. Esta es la ley sexual que, ordenada por el falo, implica al deseo. El falo siempre opera como referencia en la sexualidad humana. Es una referencia en tanto significación; y por eso en las fórmulas, la referencia de escrituras distintas es Ф.

Pero si esta es la única referencia, ¿cómo podríamos escribir la relación sexual? La incompletud que se deduce del hecho de que no haya más que un significante para los dos sexos, se refiere a la falta de un significante para la mujer. Hay algo forcluído en el sistema de la sexuación del ser que habla, que no permite escribir dos conjuntos y sus relaciones biunívocas (conjunto hombre y conjunto mujer). Por lo tanto, no hay universalización posible del lado de la mujer. Escribir el La tachado con una barra, inscribe la imposibilidad de la escritura. No hay un segundo sexo, ni hay “para cada uno su cada una”. Como no hay dos universales, dos todos de equivalencia opuesta, no se puede exigir la equinumericidad de los elementos. No hay complementariedad entre el hombre y la mujer que pueda escribirse.

Lo que hay son historias de relaciones, de sus fracasos, de sus suplencias, de sus intentos por hacer posible lo imposible; relaciones de “alma a alma”: “yo almo, tú almas… No hay sexo en el asunto. El sexo aquí no cuenta.”. El vacío se produce si no hay complementariedad posible, pero es cubierto por el falo: ese vacío, ese agujero también puede taponarse con el amor.

Para todo ser hablante, la relación sexual abre una pregunta. Dicho en términos fregeanos, si la función no es llenada por un prosdiorismo, es una función no saturada y se mantiene el vacío, la pregunta abierta. Cuando se completa el vacío con un prosdiorismo, se satura la función, por ejemplo: “para todo x se cumple tal función”. El prosdiorismo, adverbio indefinido, no da idea de cantidad y por eso mismo posibilita la referencia al infinito.

Lacan produce algunas modificaciones en la lógica aristotélica para escribir sus fórmulas:

A- No trabajan con el mismo universo. Se postulan dos universos distintos; se modifica la estructura lógica de las proposiciones y las relaciones entre las clases; y no se consideran las proposiciones contrarias, contradictoria y subalternas.

B- Se modifica la disposición de las proposiciones, quedando una sola proposición para el universal, el “para todo”, escrita en el cuadrante inferior izquierdo. Es decir, hay una sola proposición universal y tres formas del particular, una de las cuales tiene negado el cuantor de la universal que es no -todo y en las otras mantiene el “existe”, que es la forma de escritura desde la lógica de los cuantores particulares.

C- Se introduce la lógica modal aristotélica pero se ubica de diferente manera lo contingente, necesario, posible e imposible, con lo cual se construye un nuevo cuadrado modal.

D- Se articula la lógica modal con la lógica de los cuantores y otras formas de la lógica modal que es temporal, planteada en términos de “cesar o no” de “escribir o no”, es decir: se piensa el problema desde tres lógicas distintas.

E- La negación del cuantor de la universal es una novedad; no se niega la función fálica, sino que aparece solamente la barra de negación sobre el cuantor escribiéndose así el “no todo”.



7. Cuadro extraído de J.Lacan, Seminario XX, p. 95.


En el seminario XX, Lacan dice: “Con lo que acabo de escribir en la pizarra podrían creerse que lo saben todo. Hay que cuidarse de ello”. También alerta acerca del punto en el que el sentido puede hacer encallar; por lo tanto, se circulará por el malentendido inevitablemente.

Si Lacan denomina “Una carta de almor” al capítulo en el que presenta su lógica de la sexuación, es porque allí, en ese cuadro y en sus fórmulas, hay un mapa del amor, una “carta” que oficia como guía de lo que son las relaciones amorosas . Allí se escribe qué es lo que un hombre y una mujer buscan en el otro. Como diría R. Barthes: “Querer escribir el amor es afrontar el embrollo del lenguaje: esa región de enloquecimiento donde el lenguaje es a la vez demasiado y demasiado poco.”

Hay un malentendido en la relación entre los sexos. Y éste está comandado por el semblante por excelencia: el falo. El malentendido en cuestión se define como la tendencia a hacer relación allí donde es imposible. Este imposible se suple, se engaña, se evita de diversas maneras: el amor y el fantasma son algunas de ellas.

Estas fórmulas deben leerse también desde este nuevo axioma inaugurado por Lacan: “No hay relación sexual”. Por esto pueden pensarse como un avance en el impasse producido en el psicoanálisis respecto de la función del falo y la colectividad. Por otra parte, este avance permite pensar en una cura que avance más allá de donde encalló el final del análisis freudiano.

“Todo ser que habla se inscribe en uno u otro lado” dice Lacan cuando presenta su “Carta de almor”. La novedad introducida en estas fórmulas reside en la posibilidad, para quien se inscriba en posición femenina, de elegir estar o no en la función fálica.

Aquí se marca la contingencia de la posición femenina con respecto al falo, lo que da cuenta de la contingencia del encuentro amoroso y también de la contingencia del encuentro en la transferencia. Esta contingencia está señalada por la negación del cuantor que escribe que “para no- todo x se cumple la función”. Ahora bien, queda resaltado que existe la posibilidad de elegir, ya que la mujer se inscribe también como aquella en la que “no existe x para el que no se cumpla la función fálica”. Entre estos dos lugares hay contradicción; no se puede decidir sobre su verdad o falsedad; por lo tanto, constituye un indecidible: no se puede concluir sobre su valor de verdad pues es un impasse en el sistema.

Se trata de que no hay conjunto posible que quede cerrado de este lado, ya que no hay universal, o lo que es lo mismo, no hay significante de la mujer. Del lado masculino, la función del padre se sustenta en la necesariedad de uno que diga no a la función fálica, para que los otros digan sí. La excepción se hace necesaria para fundar la regla y en este lugar ubica Lacan la procedencia de la negación de la función fálica, fundando así el ejercicio de lo que, con la castración, suple la relación sexual. Por otro lado, el hombre, en tanto todo, se inscribe mediante la función fálica, con un límite, en este uno que niega la función.

En el seminario XXI, las fórmulas definen lugares de identificación: a la izquierda, en la fórmula superior, se ubica al padre de Tótem y tabú, definido como necesidad de discurso para fundar el Todo. También aquí se puede inscribir el padre idealizado de la histérica, ser excepcional que escaparía al Todo.

En el Excursus clínico I, he mencionado la importancia de considerar en la clínica el modo de identificarse con este lugar de la excepción, ya que no es lo mismo situarse en él de manera directa, que hacerlo mediante el pasaje por la inscripción en donde “para todo x se cumple la función fálica”. Allí considero una relación posible para una mujer entre la inexistencia y la existencia, a partir de la posibilidad de pasar algunas veces por el lugar del Urvater.

Es que en el lado femenino de las fórmulas están negados los conceptos aristotélicos de esencia y existencia. Hay aquí un imposible diferente de la negación de lo necesario; un imposible absoluto que no puede escribirse. Por lo tanto, lo femenino queda fuera del sistema, excluido, exiliado de lo simbólico.

Si las mujeres no son castrables –en tanto toman de lo real su relación con la castración, imposible de demostrarse–, la castración femenina queda definida como imposible lógico, en tanto la forma de la falta que les corresponde, en términos lacanianos, es la privación: falta en lo real, cuyo objeto es simbólico.

miércoles, 30 de septiembre de 2009

“Cliniqueando”

(Los buenos viejos tiempos)


Fabián Appel
Psicoanalista, Madrid


Fuente: http://www.psicoanalisisenelsur.org/num6_presentacion.htm


En tiempos ya remotos, un colega me comentaba con sorna indisimulada, que cada vez que “X” (prestigioso psicoanalista de la época) le enviaba algún paciente, indefectiblemente era uno de los clasificados como psicóticos. La derivación se acompañaba del comentario (se suponía auspicioso) de “es un magnífico psicoanalista… de psicóticos”. Mi colega, “elevado” a la categoría de psicoanalista de psicóticos, ingresaba sin saberlo en una lista que al oficio de psicoanalista le agregaba un distintivo de excelencia profesional. Así su “especialidad” podría sumarse a las de: niños, gerontes, de grupo, adolescentes. Psicoanalistas teóricos, clínicos y tantos etc. como mande la Universidad, Bolonia mediante. O mejor aún, el psicoanalista buscando ser diferenciado del psicoanálisis. Seguramente algo incomoda.

Ferenczi, del que Lacan dice “...el más auténtico interrogador de su responsabilidad de terapeuta (¡Horror, dijo “terapeuta”!), tanto como el escrutador más riguroso de los conceptos”.1 Ferenczi, ex–analizante de Freud, le propone al maestro que termine con la exclusión al que su propio invento le condenó (¿O acaso el psicoanálisis era solo para los otros?), y le ofrece convertirse en su analista.

De nuevo, algo incomoda. ¿Quién analiza?, pregunta Ferenczi, “el interrogador responsable, el escrutador riguroso”, descubriendo un síntoma en el nuevo síntoma que es el psicoanálisis.

El síntoma, lo que no funciona, lo que incomoda. ¿No alcanza con decir Psicoanálisis?, se le adjunta “clínico” y quienes hablan de clínica psicoanalítica se cuidan mucho de mencionar la palabra “psicoterapia”. Cuestión de palabras, se dirá, sin advertir que el psicoanálisis las agota de sentido para violentarlas hasta el sin-sentido. “Clínica psicoanalítica”, se enuncia con prisa, multiplicando el malentendido y adoptando una “verdad” común y bendecida por mayoría.

La condición ética del psicoanálisis contraría; incluso tratándose del discurso común de muchos psicoanalistas.

¿Pero qué contraría esta ética sino la función de un padre mitificante que asegura el valor de las palabras, transformando en soportable lo imposible de soportar?

Este ejercicio vela lo real y en lo que al psicoanálisis se refiere, transforma la ética de su clínica en una confrontación estética. Neurosis, Psicosis, Perversión... ¿y qué del intenso malestar de los síntomas actuales, desabonados de cualquier legalidad neurótica o bien ese desenfreno pulsional sin articulación a ningún significante que lo ordene?

Digamos de entrada, la clínica es palabra de larga tradición... en el saber médico.

Por supuesto, puede alegarse que nuestra clínica es diferente a la del médico que no renuncia a marcar diferencias entre normal y patológico, y que toda su práctica evita lo singular. Pero esto no es verdad.

Veamos que propone Theodore Sydenham en su concepto de enfermedad, allá por el lejano año de 1650. Sydenham preconiza un retorno a Hipócrates, se desinteresa de las teorías generales de la medicina y de sus concepciones de lo normal y lo patológico; recurre a la observación cuidadosa, es decir, la especificidad clínica de cada proceso. Por su parte, Canguilhem refiere que “con la Escuela de París (hablamos de mitad del siglo XVIII), la medicina ya no puede reconocer ningún sentido, ni siquiera poco serio y legítimo a más consideraciones de un orden tan general y más pretensiones universales que escapan de antemano a todo recurso a la observación y a toda posible refutación”.2

La medicina en su historia clínica hace débil el argumento que pretende sostener la clínica del psicoanálisis en la singularidad de los casos y disolución de la oposición normal – patológico.

De manera que podemos orientarnos en los supuestos de la clínica médica, pero ¿cuál es el significado que adquiere una clínica que se pretende psicoanalítica? Porqué llamar clínica a la práctica de un análisis cuando éste, el análisis, está íntimamente relacionado con la caída de las identificaciones, respondan estas a las teorías etiopatogénicas del dolor, a la descripción formal de los cuadros patológicos o bien a las infinitas clasificaciones y variantes de la nosografía, cuyo origen, nuevamente, no es otro que la psiquiatría y que por tanto sólo atañe a los pacientes psiquiátricos.

Emisiones del Otro, se dirá. Como se cree que el Otro siempre sabe, estos enunciados se tornan verdades incuestionables. ¿Acaso los psicoanalistas no se fabrican un “Otro” de la clínica con sus exclusiones y sus servidumbres?

¿Y qué dice Lacan de la clínica?

“Hay una cierta forma en el psicoanálisis de centrarse…llaman a eso la escucha, lo llaman clínica, lo llaman con todas las palabras opacas que se puede encontrar en ese caso. Porque se preguntan qué puede permitir poner el acento sobre lo que tiene de absolutamente específico el sabor de una experiencia…” Y hablando de las teorías que apuntarían a nombrar ese goce enigmático “…no hay que atarse a ninguna, sea que traduzcan las cosas en términos de instinto, de comportamiento…o en términos de topología lacaniana... ”3 El propio Lacan predicó con el ejemplo, aunque hizo nudos no se ató con ellos.

Así existan ideales terapéuticos con la universalidad que se quiera, tampoco obliga, en la suposición de una clínica psicoanalítica, a convertirse en un “cantamañanas esperanzador”4.

Admitamos, a despecho de las clasificaciones universitarias, que la praxis del psicoanálisis se mantiene en torno al enigmático deseo del analista. Digamos también que el así llamado deseo del analista trata de un saber hacer con la escucha y la palabra en el terreno de lo insoportable para el otro. Un lazo social consistente en un delicado y artesanal ejercicio “…que pone al amo al pie del muro de producir un saber”.5

Si el sujeto no es óntico, como se lee en el seminario 11; si el sujeto es ético, la clínica propia de este lazo social, la de lo real que habita el sujeto, tendrá esa misma sustancia ética.

Su problemática, la del sujeto, no es tanto que el saber se sustraiga a su conciencia, como que su aflicción es “cobardía moral”6, claramente expresada como rechazo “que no es del alma sino del pensamiento”, del lenguaje. Rechazo a un saber posible – imposible que es el inconsciente.

“En la más antigua tradición patrística, los pecados no son siete, sino ocho”. Uno de los que enumera Casiano es la acedía, tristitia, taedium vitae o también llamada desidia. “Así nombran los padres de la iglesia a la muerte que induce en el alma, vicio letal para el que no hay perdón posible (…) Y acaso ante ninguna otra tentación del alma dan muestra sus escritos de tan despiadada penetración psicológica y de tal puntillosa y escalofriante fenomenología”.7

Insistimos, no se trata del alma, sino del pensamiento, del lenguaje o de manera menos general, de los discursos. La praxis psicoanalítica, en términos de lazo social y posicionamiento.

Posicionarse es al fin identificarse con algo. Si ese algo es un síntoma nos encontramos frente a términos tan antagónicos como “identificación al síntoma”. No luchar contra lo que se sabe que es su síntoma, sino identificarse con el. El síntoma es lo que perturba, hace barrera, obstaculiza, pero también una respuesta a la falta en ser.

A lo largo de la historia la política, la religión, la filosofía intentaron dotar de una suplencia a esa falta en ser con multitud de semblantes que el análisis revela en su inconsistencia simbólico-imaginaria.

Identificación al síntoma es una frase que produce extrañeza y a la vez, consecuencia de un análisis, de un final de análisis.

¿Se trata de identificarse al sufrimiento, de resignación tal vez? De ningún modo, se dirá, de lo que se trata es de hacer algo con eso. Fórmula con la que no podemos estar más de acuerdo...salvo por un evidente contrasentido. La presencia de un real que interviene en el síntoma y que como tal no admite utilizaciones prácticas.

Las versiones cognitivo-conductuales del síntoma mantienen la ilusión de que su “doma”, la de lo real, es posible, tratándolo con un programa adecuado. En eso basan su afán terapéutico.

La realidad es una virtualidad de lo real que nunca lo supera, ni siquiera logra su equilibrio; y el síntoma “lo que no funciona”, es una experiencia de lo real, de lo no integrable, aquello que no puede ser utilizado.

En cuanto se produce una objetivación “científica”de la conducta, cualquiera sea su magisterio, química, neurobiológica o indicaciones para una mejor calidad de vida, estas fórmulas pasan por la simbolización más o menos interpretativa que las personas hacen de ellas. Esa misma simbolización introduce una brecha en la realidad, un real que intenta ser positivizado por el fantasma, que como mirada fascinada remite a potenciar un ideal.

Este movimiento y no el menosprecio, nos lleva a cuestionar las llamadas psicoterapias, cuyo “pragmatismo” nos conduce a callejones sin salida.

Entre la abundancia en expresiones sintomáticas que incomodan el ya casi olvidado confort de la experiencia analítica, encontramos la profusión de aquellas que entorpecen y aún más, las funciones básicas. Anorexias, bulimias, trastornos del movimiento, fibromialgias, todo un conjunto de síntomas aislados, refractarios a las fundamentaciones que se organizan en torno al Nombre del Padre, y que se diseminan como epidemias. (Sería interesante investigar si las amenazas de pandemia con que la O.M.S. nos agita, aparte del buen negocio que supone para las empresas farmacéuticas, no estaría secundariamente relacionada con la extensión planetaria de estos síntomas).

Nos hemos “servido”, como se dice “servirse del padre“, de esta clínica basada en el Nombre del Padre. En cualquier caso y con las objeciones que se puedan plantear en cuanto a que nadie se sirve de lo real, es por esa misma vinculación a lo real (el Nombre del Padre se anuda a lo inconsciente), que el “servirse de” puede ser tenido como un recurso, un modo de proceder al que uno accede con la sutileza o el talento del que más o menos dispone. Un recurso que no es inmutable. Puede haber otros.

De hecho, Lacan se sirve de su inventado Nombre del Padre como organizador y operador hasta que en el Seminario XVII “El reverso del Psicoanálisis” recurre a estructuras más singulares a las que llama discursos.

Corte importante respecto de una clínica con pretensiones universales, tomada en parte de la nosografía médico-psiquiátrica.

Pongamos algo de saber en el lugar de la verdad.

Nuevos síntomas es sinónimo de “inclasificables” respecto a las categorías que con ligereza aplicamos. A veces estos “inclasificables” ni siquiera se abrochan a una creencia transferencial. Síntomas ligados a la mercadotecnia y mucho menos vinculados a la familia (aunque proliferan de muchos tipos), como Otro transmisor de una ley.

La pulsión, las fobias, padre y madre, la subjetividad, que como tal se articula en la ley, aquello que ligaba a los síntomas en un conjunto llamado neurosis, en la sintomatología actual no abunda.

La novedad es que se trata de síntoma por síntoma, sin análisis que los acerca a lo descarnado de una falta de articulación. Los síntomas actuales, en su dispersión y con carácter epidémico carecen del vínculo entre el deseo inconsciente y una ley que lo contenga.

Abrir una vía hacia los límites, que facilite articular una legalidad para el analizante desde donde pueda escucharse. Una vía no ceñida a una clínica edípica al uso ¿sería psicoterapia –dicho esto en el peor de los sentidos?

El discurso actual exhibe una falta de coherencia. La coherencia necesaria para producir una subjetividad articulada, la mínima necesaria para producir un saber.

Ideaciones obsesivas, intensas angustias, disfunciones corporales, insomnios, manifestaciones todas acompañadas por la imposibilidad del propio sujeto de generar algún sentido sobre sus padecimientos. El síntoma cerrado sobre sí mismo, sin que dé lugar a una neurosis lograda, hace estéril el modo de lectura sintomática que se practica desde los tiempos de Freud.

En esta época de proliferación de síntomas sin anclaje ¿cómo inventar una clínica para un dispositivo analítico?

Establecer en consonancia con el deseo analítico una función de límite, se antoja indispensable para que el deseo no se confunda con la ocurrencia aleatoria, con el capricho sin más, en lo que esta época es pródiga. Capricho que ni tan siquiera pertenecería al clasicismo de la histeria donde, por ser articulado, encontraría su lugar.

No conviene emocionarnos con los viejos buenos tiempos, pero si Freud partió de los síntomas para formalizar estructuras, una clínica que se pretenda del psicoanálisis debería seguir su camino.

Sin responder a la demanda, al mejor estilo del deseo del analista, maximizando la separación entre el objeto y el Otro, aunque ofreciendo un cauce al deseo.


1 LACAN, J. “Del sujeto por fin cuestionado. Lectura estructuralista de Freud”. Ed. Siglo XXI. México 1971, pág. 54.

2 LANTERI-LAURA, Georges. “Ensayo sobre los paradigmas de la psiquiatría moderna”. Fundación Archivos de Neurobiología. Editorial Tríacas-Tela, pág. 140

3 LACAN, J. Seminario 15.El acto analítico. Clase 7. 24 – 01- 1968. Inédito

4 LACAN, J. “Psicoanálisis, Radiofonía y Televisión”. Editorial Anagrama. 1977. pág. 131.

5 Ibíd, pág. 61.

6 Ibíd, pág. 107

7 AGAMBEN, G, “Estancias”. Editorial Pre-textos, 2001, pág.23 y sucesivas

martes, 29 de septiembre de 2009

::Un diagnóstico libidinal

"...La necesidad del diagnóstico a priori del advenir de la cura proviene de la medicina...El problema, como lo entendía Lacan, es que operar desde el inicio del tratamiento con un diagnóstico tiene una fuerte incidencia para el que escucha..."

03-10-2002 - Por Edgardo Feinsilber







La necesidad del diagnóstico a priori del advenir de la cura proviene de la medicina, es decir de lo que el psicoanálisis heredó del discurso médico. El problema, como lo entendía Lacan, es que operar desde el inicio del tratamiento con un diagnóstico tiene una fuerte incidencia para el que escucha.

Así al pensamiento: “en este caso se trata de un histérico”, lo que el analista considerará a partir de allí tendrá que ver con la histeria, por lo que quedará tomado por una certidumbre desde su diagnóstico, la que se llenará con sus lucubraciones transferenciales, aquellas que lo acosan desde lo que ha podido alcanzar en su recorrido teórico. Entonces si el hacer un diagnóstico no es sin consecuencia en la dirección de la cura: ¿es preferible la incertidumbre más absoluta? Sí en la medida de lo que podamos alcanzar de ella, dado que siempre tenemos hipótesis debido a nuestra experiencia y nuestros prejuicios; se trata entonces de pensar la práctica valiéndonos de estos recursos.

PARA LEER COMPLETO EL ARTÍCULO: http://www.elsigma.com/site/detalle.asp?IdContenido=2536

lunes, 7 de septiembre de 2009

Introducción a la edición alemana de un primer volumen de los Escritos

Jacques Lacan




Se ha planteado la cuestión del sentido del sentido (the meaning of meaning). Yo puntualizaría que, ordinariamente, se trata de hallar su respuesta sino fuera simplemente un pase de magia universitario.



En mi práctica, el sentido del sentido se conceptualiza (Begrif) por aquéllo de lo que huye, entendiéndose de un tonel y no de una estampida.



Es de aquello de lo que él huye (sentido; tonel) que un discurso toma su sentido; o sea, de que sus efectos sean imposibles de calcular.



Es evidente que la cumbre del sentido es el enigma.



Yo, no exceptuado de la susodicha regla, planteo la cuestión del signo al signo; de cómo se señala que un signo es signo, a partir de la respuesta encontrada en mi práctica.



El signo del signo, llamado la respuesta que hace pre-texto a la cuestión, es que no importa, finalmente, qué signo haga función de otro, precisamente porque él, puede serle sustituido. Pues, el signo, no tiene alcance más que por deber ser descifrado. Sin duda, es del desciframiento de donde el conjunto de los signos toma sentido. Pero no es porque una tal mención dé en el otro su término que él descubra su estructura. Hemos dicho aquéllo que equivale al alma del sentido. Arribar a élla no le impide fugarse. Un mensaje descifrado puede permanecer siendo enigma. El relieve de cada operación ‑una activa, otra pasiva- sigue siendo distinto. El analista se define en esta experiencia.



Las formaciones del inconciente demuestran sus estructuras como descifrables. Freud distingue la especificidad del grupo -sueños, lapsus y chistes a partir del modo, el mismo, con el cual opera con éllos. Sin duda Freud se detiene, cuando descubre el sentido sexual de la estructura. De lo que en su obra no se encuentran más que sospechas es de que la prueba del sexo no se sostiene más que por el hecho del sentido, pues en ninguna parte, bajo ningún signo, el sexo se inscribe por una relación.



Sin embargo, la inscripción de esa relación sexual podría ser exigida con razón, en tanto que en el inconciente es reconocido el trabajo del ciframiento o sea, de lo que hace falta al desciframiento.



El cifrar puede pasar por algo más elevado que el contar, en la estructura. El embrollo, pues ésto está hecho precisamente para eso, comienza en la ambigüedad de la palabra cifra.



La cifra funda el orden del signo.



Pero por otra parte, hasta 4, quizás hasta 5, como máximo hasta 6 números que son del real, aunque cifrados- los números tienen un sentido, el cual denuncia su función de goce sexual. Ese sentido no tiene nada que ver con su función de real, pero abre una perspectiva sobre aquello que puede dar cuenta de la entrada de lo real en el mundo del "ser" parlante (quedando bien entendido que sostiene su ser de la palabra). Supongamos que la palabra tiene la misma dimensión gracias a la cual el único real que no pueda inscribirse en ella sea la relación sexual.



Digo supongamos para aquellas personas cuyo estatuto está en primer lugar tan ligado a lo jurídico, al semblante de saber, hasta a la ciencia, que precisamente se instituye de lo real, que no pueden abordar ningún pensamiento en la inaccesibilidad de una relación que por lo menos encadena la intrusión de esta parte del resto de lo real.



Esto en un "ser" viviente del cual lo menos que se puede decir es que se distingue de los otros por habitar el lenguaje, como dice un Alemán que me honro de conocer (como se expresa para denotar que uno ha hecho su conocimiento). Este ser se distingue por esa morada algodonosa en el sentido en que el llamado ser la rebaja en toda clase de conceptos, o sea de toneles, más fútiles unos que otros.



Aplico esta futilidad hasta la misma ciencia, para la cual es evidente que no progresa más que por la vía de tapar los agujeros. Que eso le ocurra siempre es lo que la hace segura. Bajo esta condición, la ciencia no tiene ninguna clase de sentido. No diría lo mismo de lo que ella produce, que curiosamente es la misma cosa que aquello que se escurre por la fuga, de la cual es responsable la hiancia de la relación sexual, o sea la que yo destaco del objeto (a), a leerse pequeña a.



En relación a mi "amigo" Heidegger, evocado antes, por el respeto que le tengo, emito el voto de que él tuviera a bien detenerse un instante, voto puramente gratuito, en tanto sé perfectamente que no podría hacerlo, detenerse, digo, sobre esta idea de que la Metafísica no ha sido nunca, y tampoco podría prolongarse, más que en ocuparse de tapar el agujero de la política. Ese es su resorte.



Que la política no alcance la suma de la futilidad, es en lo que se afirma el buen sentido, aquél que hace la ley. No tengo que subrayarlo al dirigirme al público alemán que tradicionalmente le ha añadido a ello el sentido llamado de la crítica, sin que sea vano recordar aquí donde lo ha conducido ello en 1933.



Inútil hablar acerca de lo que yo articulo del discurso universitario, en tanto él especula con lo insensato como tal y, en ese sentido, su mejor producción es el chiste, el que, sin embargo le provoca miedo. Este miedo es legítimo si uno piensa en aquel que aplasta en el suelo a los analistas, o sea a los parlantes que se encuentran sometidos a ese discurso analítico. Uno no puede menos que sorprenderse ante ellos por el hecho de que ese discurso haya advenido en seres, hablo de los parlantes, de quienes se dice todo al decir que no han podido imaginar su mundo mas que suponiéndolo embrutecido, o sea, a partir de la idea que tienen, desde no hace demasiado tiempo, del animal que no habla.



No les busquemos excusas; su ser mismo es una de esas ideas. Pues si ellos se benefician de ese nuevo destino, en tanto que ser, les falta ex - sistir. Inclasificables en ninguno de los discursos precedentes, sería necesario que ellos existieran en aquéllos, en tanto se creen sostenidos, al apoyarse en el sentido de esos discursos para proferir aquello en lo cual su propio discurso se contenta, a justo título de ser más fugitivo, lo que lo acentúa.



Sin embargo, todo los reduce a la solidez del apoyo que tienen en el signo: éste no sería más que el síntoma con el cual tratan, que hace un enorme nudo del signo, nudo tal que un Marx lo ha percibido hasta sosteniéndose en el discurso político. Sólo me atrevo a insinuarlo porque el freudo-marxismo es el embrollo sin salida.



Nada consigue enseñarles, si siquiera el hecho que Freud fuera médico y que el médico como el enamorado no tiene miras muy largas, que es entonces en otra parte donde es necesario ir para obtener su genio. Especialmente en hacerse sujeto no de un repaso, sino de un discurso sin precedente, por el cual sucede que los enamorados se conviertan en genios al reencontrarse en él, qué digo, en haberlo inventado mucho antes que Freud lo estableciera, sin que por ello le sirva al amor para nada. Eso es patente.



Yo, que sería el único -si algunos no me siguen- en hacerme sujeto de ese discurso, voy a demostrar, una vez más, por qué los analistas se embrollan en él, sin recurso.



El recurso es el inconciente; el descubrimiento de Freud de que el inconciente trabaja sin pensar en ello, ni calcular, ni siquiera juzgar y que, sin embargo, el fruto está allí: un saber que no se trata más que de descifrar, en tanto consiste en un ciframiento.



¿Para qué sirve ese ciframiento? Yo diría que para retenerlos abundando en la manía, planteada por otros discur­sos, de la utilidad (decir manía del útil, no niega al útil). El paso no está dado por este recurso que, sin embargo, nos recuerda que, fuera de lo que sirve, está el gozar; que en el ciframiento está el goce, ciertamente sexual, está sufi­cientemente desarrollado en el decir de Freud para poder concluir en ello: que lo que implica es que está allí lo que obstaculiza la relación sexual establecida. O sea que jamás puede escribirse sobre esa relación. Quiero decir que el lenguaje no hace nunca otra traza más que la de una triquiñuela infinita.



Con toda seguridad que entre los seres que son sexuados (aunque del sexo no se escriba más que por su no relación) hay encuentros.



Hay buena hora (bon heur). No hay nada más que esto: a la pequeña felicidad (bonheur), la chance! Los “seres” parlantes son felices; felices por naturaleza. Todo lo que les falta es chance. No será que por medio del discurso analítico ésta podría aumentarse un poco? He ahí la pregunta de cuyo ritornello no hablaré si su respuesta no estuviera ya. En términos más precisos: la experiencia de un análisis libera a aquel que llamo el analizante-¡ah!, que suceso he obtenido con esta palabra entre los pretendidos ortodoxos y como, por ella, confesaban que su deseo en el análisis era el de no ser o no estar en él para nada- libra al analizante, decía, el sentido de sus síntomas. Y bien; planteo que esas experiencias no podrían adicionarse -Freud lo ha dicho antes que yo. En un análisis todo consiste en recoger -donde se ve que el analista no puede traerse de las patas- en recoger, por otra parte, como si nada hubiera estado allí establecido. Eso no quiere decir más que la fuga del tonel siempre puede volver a producirse.



Pero ese es precisamente el caso de la ciencia (y Freud no lo entendió de otro modo, falta de previsión).



Pues la cuestión comienza a partir de que existen tipos de síntomas, de que existe una clínica. Sólo que ésta existe desde antes que el discurso analítico y es seguro, pero no cierto, que el mismo le aporta alguna luz; y nosotros necesitamos de la certeza en tanto es la única que puede transmi­tirse y demostrarse. Esta es la exigencia de la cual muestra la historia, para nuestro estupor, que ha sido formulada mucho antes que la ciencia misma responda de ella, y que, aunque la respuesta misma haya sido completamente distinta de la facilitación que la exigencia hubiera producido, la condición de la cual ella partió fue que la certidumbre fuera transmisible, y ella ha sido satisfecha.



Estaríamos equivocados en fiarnos en no hacer más que el remitirnos a ello, aunque fuera con la reserva de la pequeña felicidad, la chance.



Pues, hace largo tiempo que tal opinión ha producido su prueba de ser verdadera, sin que, sin embargo, produzca ciencia (conforme el Menón, donde es de eso de lo que se trata).



He ahí que ya puede escribirse, aunque no sin hesitación, lo que los tipos clínicos relevan de la estructura. No sería así, cierto y transmisible, más que a partir del discurso histérico; hasta es en el cual se manifiesta un real, cer­cano al discurso científico. Se destacará que he hablado del real y no de la naturaleza.



Desde donde yo indico que lo que surge de la misma estructura no tiene necesariamente el mismo sentido. Es por ello que no hay análisis más que de lo particular. No es enteramente de un sentido único de donde procede una misma estructura y sobre todo no lo es cuando ella alcanza al discurso.



No hay sentido común de la histeria y es la estructura a partir de la cual en los histéricos o histéricas juega la identificación. La estructura, y no el sentido; como bien se lee por el hecho de que llega hasta el deseo, es decir hasta la falta tomada como objeto y no hasta la causa de la falta (conforme el sueño de la bella carnicera en la Traumdeutung, devenida ejemplar por mis cuidados. No me prodigo en ejemplos, pero cuando me mezclo en ellos, los llevo al paradigma).



Los sujetos de un tipo no tienen, pues, utilidad para los otros del mismo tipo y, es concebible que, un obsesivo no pueda otorgar el menor sentido al discurso de otro obsesivo. De allí mismo parten las guerras de religión (pues es el único trazo del cual ellas hacen clase al resto insuficiente). Hay obsesión en el golpe. De allí resulta que no existe comunicación en un análisis más que por una vía que trasciende al sentido: aquella que procede de la suposición de un sujeto del saber inconciente, o sea, del ciframiento. Es lo que he articulado: acerca del sujeto supuesto saber.



Es por ello que la transferencia es amor. Un sentimiento que toma allí una forma tan nueva que le introduce la subversión, no porque sea menos ilusorio sino porque se otorga un partenaire que tiene la chance de responder, lo que no es del caso en las otras formas. Vuelvo a poner en juego la buena hora (bon heure), con la única excepción de esta chance: que esta vez proviene de mí y yo debo abastecerla.



Insisto: es al amor a quien se dirige el saber, no al deseo; pues se puede repasar el Wisstriebe (deseo de saber) -habrá sido el tampón de Freud- y no existe el más mínimo. Es en este punto en el que se funda la mayor pasión del ser parlante que no es el amor ni el odio, sino la ignorancia. Todos los días la toco con el dedo.



Que los analistas -digamos aquéllos que tienen el empleo sólo por plantearse como tales, de acuerdo con ello y sólo por este hecho, realmente- que los analistas, y lo digo entonces con sentido pleno, me sigan o no, no hayan comprendido aun que lo que provoca la entrada en la matriz del discurso, no es el sentido sino el signo, dará la idea de la necesariedad de esta pasión de la ignorancia.



Antes que el ser imbécil tomara supremacía, otros, no idiotas, enunciaban acerca del oráculo que no revela ni oculta, semaine, hace signo.



Era en tiempos anteriores a Sócrates quien, aunque histérico, no es responsable de lo que le siguió: el largo rodeo aristotélico de donde Freud al escuchar a los socráticos que he mencionado, volvió a aquéllos anteriores a Sócrates únicos capaces, a sus ojos, de testimoniar acerca de lo que él descubrió.



No es porque el sentido de su interpretación haya tenido efectos que los analistas estarían en lo verdadero; porque aunque aquélla hubiera sido justa, sus efectos son incalculables. Ella no testimonia de ningún saber porque tomándolo en su definición clásica, el saber se asegura por una posible previsión.



Lo que ellos tienen que saber es que hay de ello un saber que no calcula pero que no trabaja menos para el goce.



¿Qué es lo que no puede escribirse del trabajo del inconciente? He ahí donde se revela una estructura que pertenece precisamente al lenguaje cuya función es la de permitir el ciframiento. Es lo que constituye el sentido, a partir del cual la lingüística ha fundado su objeto aislándolo de él: el nombre de significante.



Es el único punto en que el discurso analítico se posa en las ramas de la ciencia, pero si el inconsciente testimonia acerca de un real que le es propio, allí está, inversamente nuestra chance de elucidar cómo el lenguaje vehiculiza en el número el real, a partir del cual se elabora la ciencia.



Lo que no cesa de escribirse es soportado por el juego de palabras que la lengua mía ha conservado de un otro, y no sin razón, la certidumbre de la cual testimonia en el pensamiento el modo de la necesidad.



Como no considerar que la contingencia, o aquello que cesa de no escribirse no sea por donde se demuestra la imposibilidad o aquello que no cesa de no escribirse y que un real se afirme desde allí que, para no estar mejor fundado sea transmisible por la fuga a que responde todo discurso.



7 de octubre de 1973.