martes, 30 de septiembre de 2008

::OPERAR CON LO INCURABLE, LO INTRATABLE

Colette Soler


Publicado originalmente: La Cause Freudienne - Revue de psychanalyse nº 22. Octubre 1992






Psicoterapeutas y psicoanalistas acogen la misma demanda que motiva el síntoma y utilizan el mismo medio: la palabra. No la usas, sin embargo, de igual modo, y no apuntan a los mismos fines, como acuerdan reconocer. Unos y otros, efectivamente, no cesan de afirmar sus diferencias. Los primeros incluso utilizan a veces el psicoanálisis como valedor, prometiendo: más breve, más humano, menos caro, menos peligroso, etc. En cuanto a los psicoanalistas, pretenden introducir al sujeto que se confía a ellos a otra cosa, incluso a un más allá de lo terapéutico.

Sin embargo, el psicoanalista no recusa la demanda terapéutica, e incluso la presupone. Es un hecho de la historia. Freud no se subió a la escena de la civilización por la vía especulativa. Se adentró bajo la investidura del médico. Médico de lo que entonces se llamaba las “enfermedades nerviosas”, cuya noción bascula entre causalidad orgánica y causalidad psíquica. La subversión que Freud introdujo encontró apoyo en la función del médico, por lo que queda de ambiguo entre el sabio y el terapeuta. Vean por ejemplo el hombre de las ratas. Freud es supuesto por él que sabe interpretar los sueños, pero sólo se le dirige porque quiere que cese el tormento de su síntoma. En 1911 Freud observa: “La posibilidad del éxito terapéutico condiciona nuestro tratamiento”. Condición sin duda no es causa, menos aún causa final, pero no deja de ser ineliminable. Freud, por otra parte, no esquivaba prometer el éxito terapéutico. ¿Era esto por no haberse operado en él el puro deseo del psicoanalista? No lo creo.

El psicoanalista acoge a “aquel que sufre”, o más bien a aquel que, porque sufre, pide …que eso cese, y con eso otra cosa aún. Puede sufrir por muchas razones. Que el éxito se le escurra entre los dedos, que el amor le escape, que el saber o el poder resista a su captura, que curiosos fenómenos lo asedien, que el vacío de su vida le abrume, poco importa, el psicoanalista no dice que no. Indudablemente no en todos los casos el sufrimiento recurre al Otro. Más acá de toda llamada, el dolor mudo del melancólico es el paradigma de un rechazo de la demanda cuyas figuras son múltiples –desde la anacrónica cuestión de honor estoica hasta la distracción moderna- y con el que el psicoanalista pocas veces se encuentra, por definición. Pero cuando se le pide, el psicoanalista abre su puerta, pues sabe que hay respuesta.

Sabe para empezar que el efecto terapéutico es posible. Consiste, en su definición más simple, en resolver, para un sujeto dado, lo intolerable de lo que llamamos síntoma. Eso intolerable es particular para cada uno. Incluye la respuesta del sujeto a aquello con lo que se encuentra, y ninguna verdad universal responde de ello. Por ello el efecto terapéutico se desdobla: o bien eso que era intolerable desaparecerá, o bien eso que era intolerable dejará de serlo, intolerable. Se ve la diferencia: en un caso se cambia la causa, al menos la causa del sufrimiento, en el otro se cambia el sujeto. O bien el obsesivo descubrirá el vacío del pensamiento, o bien se acostumbrará a su obsesión, modificada o no. A más largo plazo, o bien acabará por encontrar su pareja o bien se acostumbrará a la soledad. Dejemos pues de decir que el psicoanálisis no promete nada. Es inexacto, y por definición, puesto que la oferta es ya promesa, aún más desmesurada a veces cuando queda implícita, envuelta en las implicaciones del procedimiento.

Aquel que acoge la demanda de curar es necesariamente supuesto sanar. Y además ¿acaso no promete lo imposible, desde el momento que no pone objeción a que la transferencia deje espejear, a la entrada, la esperanza de ver cesar el “Uno solo” que es el destino de cada uno? El efecto terapéutico, el psicoanálisis está de acuerdo en ello –como posible. No se trata sólo de decir “por qué su hija está muda”, se trata también de hacerla hablar, como dice Lacan. Es pues una terapéutica. No digo una psicoterapéutica, pues no trata la psique, el alma como unidad supuesta, sino la división que la palabra introduce en esta unidad. Y si se le llama “psico” es más bien para señalar que operando con el verbo excluye por su consideración toda referencia a la causalidad orgánica.


Una terapéutica, sí, pero en todo caso “no como las otras”, decía Lacan en 1953, y sobretodo muy distinta de una terapéutica. Es la diferencia lo que hay que hacer valer. No se reduce a una diferencia de finalidad. Con frecuencia se sostiene, y con razón, que el objetivo epistémico distingue al psicoanálisis. De hecho uno no sólo se analiza para hacer ceder el sufrimiento, sino también para encontrar el por qué. Bien podemos poner frente al psicoanálisis, que si cura lo hace revelando el inconsciente, a las psicoterapias, que curan haciéndolo callar, tal como lo hace el mismo discurso del amo. Aún hay que precisar las operaciones respectivas del psicoanalista y del psicoterapeuta. Éstas implican, según Lacan, una diferencia de ser que designó al introducir la noción de “deseo del psicoanalista”, de nueva aparición en la historia, a excepción de algunos precursores. En efecto, el psicoterapeuta está desde siempre: desde que hay hombres se responde al sufrimiento por el verbo, no sin efecto. Al psicoanalista hubo que inventarlo –la cuestión es saber si fue Freud quien lo hizo por primera vez y él solo- y su presencia en el mundo sigue siendo problemática y precaria.

Del uno al otro la diferencia de respuestas se puede captar bastante fácilmente a nivel de la estructura de la palabra, se inscribe en nuestra doctrina con dos letras: la A mayúscula, con la cual Lacan escribe el Otro en juego en la palabra –en cuanto que es distinto del semejante-, y la a minúscula, con la que designa la función de l causa. El clínico es terapeuta cada vez que interviene como Otro, situándose al nivel mismo en que se despliega la demanda de curar, o sea, tal como se ha dicho, en el primer piso del grafo de Lacan. La demanda supone el Otro. Se dirige a él como buen entendedor y lugar supuesto de la solución. En él sitúa la llave de su felicidad, así como de su verdad, a menos que, decepcionada, su obsesión no aloje ahí la causa de su malestar, no haga de él el lugar de su falta de saber así como de su falta de goce. Así la demanda hace consistir al Otro como lugar de la causa. Siempre resuena en ella algo implícito: Padre, no ves, no sabes, no quieres, Padre, por qué? También hace pesar sobre quien está en posición de interlocutor la solicitud muda, y sin embargo ruidosa, de lo que Lacan llamaba una “secreta conminación”. La demanda, -que ya es por sí misma una retroacción de la oferta-, sugiere la oferta. Es fundamentalmente una seducción que tiende a su interlocutor la imagen falaz de aquel que puede completarla …de su escucha, de su comprensión, de su saber, qué sé yo de qué más? El clínico, cuando cede a la sugestión/seducción de la demanda, se reduce a la función del terapeuta. Eso le conduce a responder a su vez por otra sugestión, que apunta a reducir la llamada del sufrimiento y que, como toda sugestión, pone el significante en el lugar del mandato, prodigando consejos, normas y modelos. Es lo cotidiano y lo ordinario del discurso del amo, con el que, como decía Lacan, el terapeuta colabora.

Esta sugestión opera en las psicoterapias, tanto en la práctica como en la teoría. Las psicoterapias también interrogan las causas. Algunas se creen psicoanalíticas porque toman de Freud su mito de Edipo, otras, cada vez más numerosas, inventan, sin siquiera alcanzar al mito, y contrariamente a lo que suele creerse, no siempre en el sentido del buen sentido. Que se rastre la causa supuestamente primera, a nivel del cuerpo, -líquido amniótico, primer respiro del nacimiento, flujo de las energías oscuras, es todo lo mismo, ¿y por qué uno antes que el otro? –o transacciones fallidas de la familia, o de todo lo que se quiera elucubrar aún, han parodiado la ciencia y se carga a las espaldas de los hombres un fardo redoblado, añadiendo a los plus-de-goce “de imitación” de la civilización las causas ficticias ofrecidas para ser creídas, taponando su entendimiento. Freud mismo cae en ello con su Tótem y tabú, que hace subsistir una adherencia entre psicoanálisis y religión, que Lacan intentó hacer ceder. Todos los inventores de psicoterapias responden como Otro del saber, envidiosos del saber elaborado por Freud. ¿Hay que decir entonces que son impostores de buena voluntad? Yo más bien diría que eso les pone a la par del discurso común, el cual, entre causas y normas, intenta gobernar los deseos.

El clínico, en la medida que responde como analista, no es terapeuta. Rehúsa a hacer de Otro y no tiene nada que prescribir. Es más, el psicoanalista, como capacidad que supone un deseo, se engendra a partir de la reducción del terapeuta que dormita en cada uno. De los hablantes (parlêtres) se puede decir: todos terapeutas, al menos virtualmente. ¿Quién lo muestra mejor que los sujetos histéricos? Allí donde ello sufre responde con su presencia, siempre presto a vibrar de compasión con las debilidades humanas, desplegándose su demanda con toda naturalidad entre la solicitud virulenta y la mano tendida para el auxilio. Es tal vez menos evidente, pero igual de verdadero, en el sujeto obsesivo. Se dirige menos espontáneamente al otro, pero a poco que se fuerce la puerta de su retirada, -sin por ello empujar la de su inconsciente-, es también un gran consolador. Es que la demanda es caritativa. En la linde del psicoanálisis, Ana O es su paradigma: el fracaso de su análisis supuso el éxito de su vocación de gran enfermera. De modo más dramático, la evolución de Ferenczi habría que incluirla en el informe. Allí donde el sufrimiento del síntoma no es analizado, genera la reivindicación terapéutica: cuidar, ser cuidado.

El análisis condujo a Freud a un descubrimiento que complica en mucho la intención terapéutica: el displacer que causa el síntoma es engañoso, pues es también un placer que se ignora, una satisfacción, dice Freud, a nivel del ello. A aquel que les trae su lamento no le dirían: “donde ello sufre, ello goza”, obviamente, sería violento y poco eficaz. Sin embargo éste es el descubrimiento, escandaloso con respecto a los sentimientos humanos, que hizo Freud. Lacan primero lo moduló con un “ello habla” en el sufrimiento, pero era para llegar a decir, como Freud, y mejor, que lo que constituye la desdicha (malheur) del paciente no es otra cosa que “la dicha” (bon heur)del sujeto, que hay que escribir con dos palabras para evocar la suerte (heur), la fortuna, es decir la repetición de su encuentro con un goce que objeta su principio del placer.

El terapeuta es aquel que no sabe, o que no quiere saber, o tener en cuenta que el secreto del síntoma se llama castración y pulsión. Un psicoanálisis llevado a su término, al deshacer las identificaciones samaritanas, hace ceder el deseo de responder como Otro, y marca en cada uno el fin del terapeuta. El psicoanalista “descarida” (décharite), decía Lacan. Se capta la lógica de este cambio. Si la demanda y la imaginación propia del neurótico instituyen al Otro y le dan consistencia, aquel que ha atravesado esta imaginación descubre que la causa no es del Otro. Podrá entonces permanecer frío, digámoslo claramente, intratable, ante las sugestiones de la demanda que le ofrece el puesto del Otro. Este intratable no hay que situarlo, desde luego, a nivel de la técnica analítica, sino a nivel de su política, es decir, de sus fines. Aplicado a nivel del saber hacer, sólo sería por parte del analista desconocimiento tiránico de las particularidades de cada caso.

El psicoanalista se engendra pues como un más allá del terapeuta. Lo repito, cuando digo: el terapeuta, no designo con ello la categoría profesional, sino a aquel que dormita en cada uno, a causa de la esencia de la demanda. La frontera es interna al campo de los dichos psicoanalistas, y más esencialmente aún interna a cada cura. El dispositivo del pase, que recoge para su evaluación lo que un sujeto puede decir de la operación así como del resultado de su análisis, es crucial para el psicoanálisis. Lo es de forma redoblada para aquellos que hacen profesión, incluso vocación, de lo terapéutico, sean psiquiatras, psicólogos u otros. Aprendemos de ellos, dado el caso, que curarse del terapeuta no es fácil, y que el paso al deseo del analista, cuando se puede captar, se hace más por hiato, conversión, que por una transición armoniosa. Y aún no se da en todos los casos. El terapeuta se sienta a veces en la butaca del llamado psicoanalista. Por ello importa que, en la práctica, cada uno de los que funcionan como analistas caiga en la cuenta de esta pregunta: “¿has dejado de ser sólo terapeuta?”, y que en la teoría el saber del analista se distinga de las elucubraciones propias para alimentar las creencias que evocaba anteriormente. Para la primera pregunta no hay respuesta directa, sino sólo indirecta, sobretodo por el testimonio del pasante sobre su análisis. Ahí puede evaluarse, entre otras cosas, si el sufrimiento del síntoma ha librado lo bastante su secreto para que el sujeto sepa que el Otro no es el amo de la pulsión, y que sólo levanta la barra sobre ella al precio de los retornos del síntoma y del desconocimiento de esta parte intratable de lo real que, para cada uno, el inconsciente lastra, si ha tomado la medida de lo “archifallido”(archiraté) de la caridad terapéutica para poder responder al sujeto sin hacerse el reemplazo del significante amo.

En cuanto a cambio, el psicoanálisis da más bien otra cosa que las terapias. No es sólo que añada al efecto terapéutico un efecto de revelación. Es que este último, como adquisición de saber, es solidario de un cambio que se le puede llamar a-terapéutico, que deja al sujeto aliviado, no del inconsciente, sino del Otro, el Otro en que alojaba, con su tormento, su coartada. Este resultado no se obtiene en todos los casos, pero basta con que se dé en algunos, y que se sepa, para que apuntemos a que se dé en muchos.

Traducido al español por Manuel Rebollo


[1]N. De Tr. L’intratable también podría traducirse por el intratable, y de hecho aparecen las dos versiones a lo largo del texto: 1º la del intratable, el analista, intratable ante las sugestiones de la demanda, y 2º: lo intratable de lo real en cada uno.

jueves, 25 de septiembre de 2008

::EL SUJETO DESCENTRADO

“No somos dueños de nuestras motivaciones y obramos en función de designios ignorados”, advierte el autor, y sostiene que “éste es uno de los puntos más resistidos del psicoanálisis, por cuanto se inscribe contra toda evidencia inmediata y pone en cuestión las motivaciones yoicoconciencialistas de raíz ilusoria”.

Por Roberto Harari *

Fuente: Permalink:http://www.pagina12.com.ar/diario/psicologia/9-112176.html


Una noción que ya forma parte de un conocimiento relativamente extendido trata de lo denominado por Freud como las tres injurias narcísicas, las tres “ofensas” infligidas al orgullo y a la vanidad de los hombres. Las mismas son ubicadas, a su criterio, en una serie, en la cual el psicoanálisis ocupa el tercer lugar cronológico. Este es uno de los argumentos más sólidos para sostener que la temática del sujeto descentrado es no sólo lacaniana, sino freudiana en su origen y desde su origen.

Pues bien, la primera injuria alude a un descubrimiento: nuestro planeta no es el centro del sistema solar. En efecto, cuando la concepción geocéntrica fue desplazada por la heliocéntrica –por vía del astrónomo polaco Nicolás Copérnico–, la Tierra pasó a ser tan sólo un planeta más entre tantos otros. Ya tenemos aquí una figura decisiva del descentramiento, debida al mero orbitar de nuestro cuerpo sólido celeste alrededor del Sol.

Una segunda herida, aún generadora de muchas discusiones y polémicas –en particular, respecto de ciertos arraigados dogmas religiosos– se desprende del aporte de Charles Darwin. Así, en función de las demostraciones del célebre naturalista inglés, no habría una discontinuidad absoluta entre el reino animal y el –vamos a llamarlo así, transitoriamente– humano. ¿Por qué “vamos a llamarlo así”? Porque Lacan, en muchos tramos de su enseñanza, ironiza con congruencia sobre lo “humano” vinculándolo con la etimología de humus, esto es, con un producto resultante de la desintegración de la materia orgánica, apto para la fertilización de los suelos. Por otro lado subraya, junto con otros pensadores –por ejemplo, Michel Foucault–, lo siguiente: el concepto de hombre es un invento relativamente reciente, por cuanto no cuenta con más de doscientos, doscientos cincuenta años. Hasta Darwin, entonces, se postulaba la existencia de una discontinuidad rígida y estricta entre lo situado en términos del reino animal, por un lado, y de la especie humana, por el otro. Entonces, merced al autor de El origen de las especies pudo sostenerse con fundamento nuestro parentesco con los antropoides. Por lo tanto, no somos seres especiales ni tampoco constituimos un reino aparte; se plantea, pues, la vigencia de un lazo indiscutible entre la conformación biológica del homo sapiens y la del mencionado reino animal. Segunda injuria narcísica, por ende.

Mentamos ya la herida planetaria, luego la zoológica y, en tercer lugar, incluimos la generada por el psicoanálisis, por cuanto nuestra disciplina conmociona el centramiento en el yo. Para ser más precisos: aludimos al yo, con su consiguiente ilusión psicológica. Su formulación implica, en definitiva y dicho de manera muy amplia, lo siguiente: no somos dueños de nuestras motivaciones, y obramos en función de designios ignorados. Además, al confrontarnos con los efectos de nuestros procederes, por lo general erramos el tiro en cuanto a la captación de sus fuerzas impelentes, a las que situamos en términos de una tibia indulgencia y de una sospechosa autotolerancia –rayana con la más prístina impunidad– hacia nosotros mismos.

Sin lugar a dudas, éste es uno de los puntos más resistidos y combatidos entre los vehiculizados por el psicoanálisis, por cuanto se inscribe contra toda evidencia inmediata, poniendo en cuestión las motivaciones yoicoconciencialistas de raíz ilusoria. Permítasenos al respecto realizar una breve digresión, para encarar esta cuestión de manera sesgada: puede afirmarse, como surge de la específica producción, del número y nivel de practicantes, de las respectivas instituciones, de las estadísticas en juego, de los reportajes críticos e inclusive de distintos “libros negros” circulantes, que la Argentina es, junto con Francia, uno de los países donde el predicamento, la inserción de nuestra disciplina y la mencionada producción de calidad alcanzan los máximos niveles mundiales. Los debates y pronósticos tendientes a vaticinar su decadencia, cuando no su muerte, en función de la presunta desconfianza que inspira y del descrédito interesadamente atribuido, aparecen y desaparecen de manera invariable, según es de constar, en los tantísimos años de dedicación al psicoanálisis por parte del autor de estas líneas. Ahora bien, lo referido hace en realidad no al psicoanálisis como tal, sino a las resistencias suscitadas por éste debido a la injuria narcísica implicada en, y por, sus fundamentos basales.

Proponemos entonces, como una suerte de aforismo respecto del psicoanálisis, el siguiente: su única chance de existir implica la presencia, al mismo tiempo, de esta lucha contra quienes intentan desvirtuarlo y darlo por terminado, “mostrando” que sus días están contados. Hoy día, uno de los rostros de dicha resistencia pretende tomarlo como una práctica nacida en la Viena de fines del siglo XIX; por consiguiente, propia de una época ya superada –el seductor argumento temporal insiste–, muy distante de las exigencias de la vida contemporánea, de sus problemáticas dominantes, de sus urgencias, y así siguiendo. Nuestro aporte al respecto, si bien parcial, insuficiente, pero en coincidencia plena con valiosos historiadores del psicoanálisis preocupados por la temática, consiste en señalar un origen diferencial como motor de dicha repulsa. No se trata en ésta, como a veces se sostiene con extendida ingenuidad, del énfasis puesto por Freud en la sexualidad, en un contexto de neto perfil victoriano donde la misma era censurada de modo terminante. Desde ya, algo es cierto al respecto: el abordaje freudiano enseña cómo la actividad sexual no es algo propio y exclusivo de la adultez ni de la adolescencia, porque da cuenta de la existencia de la sexualidad infantil. Sin duda semejante afirmación, en ese momento –¿tan sólo?– resultaba escandalosa, pues venía a demonizar a los niños cándidos, encarnación de la pureza, del candor y de la inocencia. Además, según la conceptualización freudiana, la noción de sexualidad no puede ser limitada al coito heterosexual, ni el fin exclusivo de ella radica en la procreación. Por cierto, se creyó que estas postulaciones abrirían el camino a un supuesto libertinaje perverso, al legitimar la valía de cualquier tipo de prácticas sexuales, por cuanto parecería situar a todas ellas en un pie de igualdad entre sí. Además, se adjudica a Freud la afirmación conforme con la cual el sexo determinaría todo el acontecer general de los humanos. Entonces, según el ¿juicio? de sus detractores, para el psicoanálisis todo sería sexual. En realidad, la afirmación de Freud implica, en primer término, todo lo contrario de cualquier pansexualismo, de una causalidad sexual única, porque su consideración del conflicto, en tanto dinámica psíquica insoslayable, indica de por sí la existencia de fuerzas encontradas, contrapuestas. Así, al postularse lo sexual –no reductible a lo genital, lo cual es valedero para cualquier sapiens– se requiere dar cuenta, a la par, de aquello no sexual que, de manera conflictiva, se le opone de modo inexorable.

Insistamos: la recusación suscitada desde siempre por el psicoanálisis no se funda en la noción de sexualidad, sino en la tercera injuria narcísica transportada por la noción de inconsciente, absolutamente singular y específica, y propia del desarrollo freudiano. Es ella la generadora de ese repudio, con dosis de virulencia más o menos crecientes o decrecientes según las épocas, mas siempre vigente. De reportarnos a nuestra actualidad, podemos ubicarlo en función de las llamadas nuevas terapias modernas, o alternativas, o de las neurociencias, o de la psicofarmacología, o de las terapias cognitivoconductistas o comportamentalistas, las que pretenden dejar de lado el psicoanálisis y, con él, lo inconsciente y el campo del sujeto. Con un pequeño problema en su accionar: estas “terapéuticas” fracasan en sus intentos de yugulación consolidada de los síntomas, más allá de sus pretendidos efectos inmediatos, los cuales no logran perdurabilidad alguna.

Ahora bien: muchos autores se han planteado la pregunta acerca de cuál es la novedad aportada por esta noción de inconsciente. ¿Por qué se autorizan a plantear esta cuestión, desde dónde la formulan? Bien, es fácil comprobar que “inconsciente” circula como vocablo desde hace siglos. ¿Acaso no hay filósofos, autores muy importantes, pensadores, incluso biólogos, por no aludir a físicos, teólogos, narradores y poetas, que la han articulado antes, y más de una vez?

A nuestro entender, se juega en esa presunción otra delimitación epistemológica crucial: la de la diferencia entre palabra y concepto. En efecto, valerse de un término localizable en distintos discursos, disciplinas, contextos y prácticas no implica que en todos ellos y en todas las ocasiones quiera o pueda o deba denotar lo mismo. Por ejemplo, en la filosofía romántica alemana encontramos construcciones donde se desgranan elaboraciones referidas a una filosofía de lo inconsciente. Lo propio sucede con filósofos como Nietzsche o Schopenhauer. En ese sentido, el propio Freud reconoció cuánto temía leer a aquél con minuciosidad porque podía llegar a mimetizarse con sus planteos, pues éstos parecían ser semejantes a los suyos. Habiendo de todos modos transitado sus páginas, las derivaciones freudianas, como podremos apreciar, lo condujeron por caminos muy diversos a los recorridos por el autor de Así hablaba Zaratustra.


El Otro en mí

Hay una necesidad conceptual y clínica de diferenciar identidad de identificación. Y ello tomando en cuenta, ahora, lo específico de la cura psicoanalítica caracterizable en términos de desidentificación. Lacan puntualiza en uno de sus seminarios finales qué entiende el psicoanálisis por identificación: el modo según el cual algo en principio externo se torna interno. Dicho en esos términos, parece un planteo simple; de hecho, señala la presencia del Otro en mí, por vía de esa dinámica psíquica donde viene a delatarse su incidencia –la del Otro– en mi constitución. Ahora bien, este mecanismo constitutivo debe ser distinguido con nitidez de la imitación voluntaria, de la mímesis deliberada, de un “Voy a ser como...”, por cuanto la identificación se produce según una modalidad definidamente inesperada e inevitable; inconsciente, es claro. En efecto, alguien puede creer que elige con la mayor libertad una gran cantidad de opciones en su vida, cuando en verdad lo hace llevado por identificaciones automatizadas e incuestionables. Y éstas tan sólo comienzan a generar interrogantes movilizadores, sea en el curso del análisis, sea cuando el sujeto, por motivos varios, entra en crisis respecto de ellas. El análisis puede entonces ayudarlo a tomar un camino capaz de apartarlo de una identificación sintónica (con un valor de mandato hasta entonces acrítico).

Por supuesto, hay identificaciones, por así llamarlas, muelles. Aludimos con ello a quienes obran al modo de un autómata, siendo así “felices”. Cuando esto ocurre, nada podemos ni debemos decir; se trata, en efecto, de un suceder que no pone en cuestión al sujeto. Por ejemplo, de cierto hablante se dice: “¡Pero si es casi un clon del padre!”. Claro, si se cometiese la torpeza de formularle este comentario al interesado, preguntándole además si se anoticia de ello, lo más probable es que no tenga la menor percatación. Por otra parte, es claro, puede resultarle ofensivo el comentario. Ese parecido puede incluir incontables trazos: por ejemplo, el tono de voz o la manera de caminar, tanto como elecciones vocacionales o los más diversos gustos u “opciones”, donde algunos biologistas temerarios creen poder señalar la presencia determinante de los genes. Sin embargo, para el psicoanálisis todo ello no es sino el fruto de identificaciones tempranas. ¿Cuál sería el inconveniente del acaecer de este fenómeno? Bien, el precio radica en la fuerte limitación generada por los tan restringidos márgenes de libertad resultantes. Márgenes cuyo alcance es mitigado por el sostén del amor eterno al padre. Ahora bien, dicho amor estagnado e incólume pareciese, por cierto, brindar estímulo y consuelo, erigiéndose en un –gravoso, sí– freno al desamparo.

En su texto Psicología de las masas y análisis del yo Freud estudia el acaecimiento de determinados fenómenos psíquicos en el seno de aquéllas. Pormenoriza, entonces, que las masas se caracterizan por la homogeneidad entre sus componentes, quienes se reportan, uno a uno, al líder. Y éste, como único elemento ubicado por fuera del conjunto, otorga coherencia al mismo, aglutinando a sus integrantes al tomar posición en el lugar del ideal. Con esa notable puntuación, Freud anticipó la psicología de masas del fascismo, cuya indagatoria fue luego continuada por Wilhelm Reich. Investiga, entonces, qué dinámica sucede entre la masa y el líder, de qué modo aquélla lo incorpora, y distingue, a partir de ello, la vigencia de tres tipos de identificaciones.

La llamada primera identificación se postula como previa a toda relación con el objeto; remite a una suerte de “incorporación” directa del padre. Se trata de un planteo que contraría desde el vamos la formulación, brevemente evocada, según la cual la identificación supone o implica tornar interno algo previamente posicionado en lo externo. O sea: corresponde situar esta primera identificación como anterior a todo contacto empírico y “afectivo”. Esa identificación inicial le abre paso a la segunda, designada como identificación con el trazo. Más específicamente: con el trazo único. Dicho trazo puede representar a la persona entera con quien se identifica el sujeto, al modo trópico de la sinécdoque. Para retomar el ejemplo recién incluido, podría tratarse del tono de voz o del ritmo al hablar –lento o precipitado–, del modo de juguetear compulsivamente con el cabello –al punto de considerarlo un acto sintomático de características incoercibles–, de una tos compulsiva surgida al finalizar cada emisión vocálica, o –para retomar el ejemplo de Lacan– puede llegar a implicar el bigotito de Hitler. En suma, un solo trazo representa en sí la asimilación global, la cual deja de ser entonces absoluta y masiva. Lacan rebautiza ese trazo único freudiano nominándolo trazo unario. Lo hace en consonancia con su planteo conducente a diferenciar lo unario de lo binario. Como puede colegirse con fundamentos ciertos, se trata de un capítulo muy vasto en el terreno de lo identificatorio; para nuestro propósito, podemos retener que es el modo según el cual cada quien introyecta trazos relacionales, modalidades vitales o creencias, a más de rasgos o de particularidades faciales y posturales.

En tercer lugar, Freud considera la conocida como identificación por contagio o por infección, llamada también histérica o del pensionado, en función del ejemplo aportado al respecto. Se refiere en él a una muchacha que recibe en un pensionado una carta de su novio secreto y manifiesta su mal de amores, por decirlo así, mediante un ataque histérico; acto seguido, ocurre otro tanto con amigas que han presenciado la situación, conociendo los antecedentes de ésta. Freud consigna lo siguiente: se trata de la acción impelente del deseo de encontrarse en el lugar de quien recibiese el correo. En efecto, si bien las noticias de la misiva no pareciesen ser muy auspiciosas, la pensionada del ataque inicial cuenta con un enamorado capaz de remitirle un mensaje de tono amoroso, aunque, como decíamos, haya suscitado sus celos. A más de ello satisface también, mediante el padecimiento implicado por el ataque, la necesidad de castigo ante la relación “inconveniente” –tiene “mal de amores”–, lo cual consolida otro punto identificatorio entre la muchacha de la carta y sus compañeras “infectadas”. En este caso no se prioriza un trazo necesariamente positivo, valorizado o fecundo, lo cual enseña que la identificación puede producirse incluso sobre la base de aquello negativo o temido del objeto en cuestión. Sería algo así como si la identificación diera pábulo, de manera conjunta, a la siguiente constelación: “Ahí tienes tanto lo que querías, como lo que te tienes merecido por alentar semejante pretensión”.

Como hemos ya desgranado, con Lacan cabe aseverar, por su parte, que las identificaciones son constitutivas tanto del sujeto como del yo: simbólicas las del primero, imaginarias las del segundo. El psicoanálisis, es claro, apunta a cuestionarlas en la cura con vistas a generar cierto distanciamiento a su respecto y, por esa vía, reducir o anular el servilismo voluntario y automático así implicado. Esto mismo había sido señalado, en el plano de las multitudes y de las sociedades, por el difundido principio de Le Bon. Es en ese plano donde Freud sitúa la cuestión de las masas artificiales, donde operarían, según su planteo, la nostalgia de la autoridad paterna, la añoranza por el “mandamás”, lo cual, a su vez, reenvía al intento de desresponsabilizarse, tanto en la escena pública como en la clínica. Sí, por cuanto existen formaciones de masa de dos –tal cual puede suceder en una cura analítica mal conducida–, no requiriéndose ninguna muchedumbre para la generación de dicho efecto “antiherético”.

* Fragmentos de El sujeto descentrado. Una presentación del psicoanálisis, que distribuye en estos días editorial Lumen.

domingo, 21 de septiembre de 2008

AVISO A LOS ALUMNOS: FÁBRICA DE CASOS

El lunes 22 de septiembre realizaremos la segunda presentación del seminario Fábrica de casos, a las 15 hs.

Les recuerdo que deben retomar el texto sobre el dispositivo, que se encuentra en éste blog, y que la asistencia es obligatoria.
Saludos,
Marité Colovini

:: CARPE DIEM


En el día del Estudiante y en el comienzo de la primavera....COSECHEN EL DÍA!!

Con afecto:
Marité Colovini

sábado, 20 de septiembre de 2008

::ENTREVISTA A ISIDORO VEGH



Fuente: http://weblogs.clarin.com/cronicas/archives/2008/09/entrevista_con_un_freudiano.html



Entrevista con un freudiano



Isidoro Vegh es psicoanalista. Miembro fundador de la Escuela Freudiana de Buenos Aires. Dirigió, durante varios años, la revista Cuadernos Sigmund Freud. Es autor de los libros Matices del Psicoanálisis (Editorial Agalma, 1991), Hacia una clínica de lo real (Editorial Paidós, 1998), El prójimo, enlaces y desenlaces del goce (Editorial Paidós, 2001), Paso a pase con Lacan, el objeto y sus destinos (Letra Viva Editorial, 2003), Paso a pase con Lacan, el amor y sus razones (Letra Viva Editorial, 2004), Las intervenciones del analista, segunda edición (Editorial Agalma, 2004), El sujeto borgeano (Editorial Agalma, 2005), Las letras del análisis ¿Qué lee un psicoanalista? (Editorial Paidós, 2006), Lectura del Seminario L’étourdit (Editorial de la Escuela freudiana de Buenos Aires, 2007).

Isidoro Vegh ahora está conectado con CRÓNICAS ARGENTINAS, para responder algunas preguntas de nuestra serie: El Psicoanálisis.


Meneses: Constantemente, la figura de Freud es cuestionada por otras escuelas de la psicología. Sin embargo, sus seguidores se mantienen o aumentan. ¿Cómo explicas ésta vigencia?

Vegh: Freud descubrió a comienzos del siglo XX, allí donde la medicina hizo presente su fracaso, una respuesta al dolor y al sufrimiento de sus pacientes histéricas, esas que sufrían de parálisis, cegueras, angustias, dolores que, como decíamos, la medicina no podía solucionar. Si la figura de Freud, a pesar de ser cuestionada, sigue vigente, es porque responde a lo que el síntoma reclama. El psicoanálisis es una respuesta al dolor y al sufrimiento de cada uno de los que lo demandan.

Meneses: Desde que comenzó esta serie, varios comentaristas han escrito hablando contra el psicoanálisis y la gente que va a terapia. Leí en una entrevista que dijiste: “Sólo los dictadores le temen al psicoanálisis”. ¿Puedes profundizarnos esa idea?

Vegh: El síntoma, la angustia, las inhibiciones, los dolores de los que el sujeto acusa sufrimiento, son manifestaciones distintas que indican cuando el sujeto, el que padece, se encuentra sometido a algún mandato, a algo que desde el Otro le funciona como un virus. Un virus al que no puede interrogar, del que no puede hablar. Analizarse es aprender a interrogar eso que nos gobierna sin que nuestra conciencia lo sepa, pero que nuestro ser registra: el sufrimiento. Cuestionarlo, encontrarle una respuesta, obtiene lo mejor. Los dictadores no admiten preguntas. Sin hacer alusiones, conocemos presidentes que hacen reuniones de prensa y no admiten preguntas. No les gusta ser interrogados, menos cuestionados, y aún menos ser señalados en un error. En eso erran, porque todos los humanos nos equivocamos, precisamente porque somos humanos. Lo grave es reiterar el error. Cuando el error se duplica al cuadrado por no poderlo admitir, eso se llama necedad, y es lo que caracteriza a los dictadores. Por eso le tienen miedo al psicoanálisis.



Meneses: Por tu experiencia, para comenzar una terapia y que resulte ¿es necesario estar cruzando un período de angustia, una crisis?

Vegh: No diría tanto, pero indudablemente para que una terapia psicoanalítica comience, es necesario que haya una demanda, que alguien la requiera. ¿Y por qué razón alguien querría un encuentro con la verdad, si a nadie le gusta? Sólo se la soporta cuando no hay otro remedio, y esto, que no hay otro remedio, tómese literalmente. Entonces, en un cierto sentido, es cierto que sólo a partir del sufrimiento, del obstáculo, de lo que alguien no puede resolver por otros medios, es posible que una demanda de análisis sea consistente y anime, a quien la formula, a transitar los esfuerzos necesarios para vivir con algo más de felicidad.

Meneses: Una persona decidió ir a terapia. Entonces, llegó el momento de elegir a un buen analista. ¿Qué recomienda? Preguntar a los conocidos que hacen terapia, buscar en la lista de la pre-paga, llamar a los que hablan en la radio, ir al que dejó sus tarjetas en un ciber…

Vegh: La voy a responder con un leve desplazamiento. Cuando alguien que acude a mi consultorio me dice que antes de venirme a ver ya consultó a otros colegas y que está evaluando con quién analizarse, suelo decirle que eso me hace tener confianza en que esta persona que me consulta, de veras quiere analizarse. Sólo alguien que toma recaudos acerca de con quién va a compartir los vericuetos de su vida, me hace pensar en un buen pronóstico. Aquel que toma la lista de la prepaga y no se interesa mayormente por quién es aquel al que dirigirá su palabra, me hace pensar que toma de un modo banal, superficial, su vida y su sufrimiento.



Meneses: Algunos comentaristas han contado experiencias de terapias de más de 20 años, y otros hablan de sesiones de diván de una única terapia. ¿Una terapia tiene fecha de término? ¿Quién decide cuándo se termina?

Vegh: Cuando usted, señor periodista, decide estudiar inglés, ¿cuánto tiempo considera que hay que dedicarle? Depende: si usted quiere aprender inglés solamente para tratar con la empleada de la ventanilla de la aerolínea, o la persona que lo va a atender en el mostrador de un hotel de turismo, con poquito tiempo le es suficiente. Si su anhelo, en cambio, es conversar, dialogar con la gente de los países que va a visitar, necesitará un tiempo mayor. Si aún su anhelo no se conforma y usted pretende adentrarse en los vericuetos de la literatura de otros países y otras lenguas, será otro tiempo. El tiempo depende de lo que cada uno tenga como perspectiva y anhelo.

Meneses: En esta serie de CRÓNICAS ARGENTINAS estamos tratando de entender por qué en Argentina hay tantos psicoanalistas, tanta gente que va a terapia (y que lo dice muy abiertamente, sin ningún problema), tanta presencia de Freud ¿Puede darnos su interpretación a esto?

Vegh: Esto, sin duda, es un logro de la sociedad argentina. Y en principio, y me voy a incluir, por qué no, de los psicoanalistas. En nuestro país, que a veces parece el hijo bobo del hombre rico que despilfarra lo que tiene, donde tantas veces arruinamos nuestras propias posibilidades, por lo menos hay una de la que podemos alegrarnos. Efectivamente, el psicoanálisis que es parte de la cultura, tiene en nuestro país un lugar de desarrollo reconocido, también vanguardia en el mundo. Tenemos una práctica y una teoría del psicoanálisis realizada por colegas de distintas corrientes e instituciones que permite reconocer al psicoanálisis en la Argentina en un lugar de respeto en distintos ámbitos, por lo menos para mucha gente. Creo que es algo de lo que podemos estar orgullosos, valorarlo, y decir “qué suerte, por lo menos en esto no han podido con nosotros”. Se sostiene. Probablemente se sostiene porque, como dijimos antes, la práctica del psicoanálisis no funciona en acuerdo con ningún tipo de contubernio político, con ningún gobernante, es la esencia misma del análisis. Para que el análisis funcione, debe tener la libertad de poner a cielo abierto aquello que el síntoma presenta como palabra amordazada.


Nos despedimos a Isidoro Vegh, quedamos a la espera de algún próximo libro suyo, y terminamos con una pregunta:
¿Cuánto le debemos a Freud?

lunes, 15 de septiembre de 2008

::La categoría clínica de la perversión en el psicoanálisis1

Roberto Mazzuca2

Participo en esta mesa sobre el tema de las psicopatías por tercer año consecutivo en los congresos de la AAP por la amable invitación del Dr. Hugo Marietán. Esta mesa tiene la característica atractiva y poco común de abordar el tema desde tres enfoques o perspectivas bien diferentes: la biología, la psiquiatría y el psicoanálisis. Mi función es presentar la perspectiva del psicoanálisis.

Seguramente, no todos los presentes han participado en las dos oportunidades anteriores. Como mi contribución de este año se ubica en continuidad con ellas -y también dentro del diálogo que de hecho se ha establecido con los doctores Mata y Marietán- voy a comenzar con una breve síntesis del recorrido realizado.

Ante todo, las cinco conclusiones a las que arribamos:

Primera, que la cuestión de las psicopatías constituye un tema que ha padecido de muchas confusiones y preconceptos y que todavía hoy no se puede considerar completamente esclarecido ni, mucho menos, cerrado. Esto es válido también para la categoría clínica de la perversión en la perspectiva psicoanalítica.

Segunda, que, aunque las cuestiones que estudia cada uno de los tres enfoques de esta mesa bajo el nombre de psicopatías no coinciden plenamente, es decir, que sus objetos de referencia difieren y se superponen sólo parcialmente, sin embargo, esto no impide que surjan algunas propuestas convergentes.

Tercera, que lo que tradicionalmente se ha llamado psicopatías constituye un campo heterogéneo que, desde la perspectiva del psicoanálisis, no se puede abordar como una categoría unitaria. De aquí que sea necesario distinguir, entre otras cosas, la categoría del antisocial -que utiliza la violencia y la coerción contra la voluntad del otro-, de la verdadera psicopatía en que, aún los actos delictivos se producen estimulando la intervención del otro hasta obtener su complicidad y, por lo tanto, el consentimiento de su voluntad. Este punto vale también como ejemplo de la segunda conclusión ya que constituye una de las notables convergencias entre los tres enfoques.

Cuarta, las orientaciones freudiana y lacaniana del psicoanálisis -que distribuyen el campo de la psicopatología en la tripartición neurosis, psicosis y perversión- carecen del concepto de psicopatía que sólo ha sido considerado de manera explícita por algunas corrientes anglosajonas del psicoanálisis. De aquí se desprende el interrogante acerca de cuál es el concepto freudiano que resulta adecuado para abordar el campo de las psicopatías.

Como respuesta a este problema, y ésta es la quinta conclusión, hemos terminado en coincidir con la propuesta que formulara inicialmente el Dr. Marietán en el sentido de que ese campo corresponde a lo que Freud abordó con el concepto de perversión.

A partir de estas conclusiones, mi primera intervención presentó una comparación entre la neurosis y la psicopatía sobre los ejes de la culpabilidad y la acción. De este modo se destacó la ausencia de culpabilidad en el psicópata como diametralmente opuesta a la conciencia moral rígida del neurótico, especialmente del obsesivo, que Freud caracteriza por la intensidad de los reproches del superyó, de los remordimientos y los arrepentimientos que determinan las oscilaciones de su conducta. En cuanto a la acción, se subrayó la celeridad y seguridad con que el psicópata actúa y hace actuar al otro, tan opuesta a la lentitud, torpeza, postergaciones e idas y vueltas del actuar del obsesivo. Esta comparación mostró entonces que la oposición entre psicopatía y neurosis no era sino una variante de la fórmula freudiana que define la neurosis como el negativo de la perversión, es decir, los mismos rasgos orientados de modo inverso.

El segundo trabajo, el del año pasado, siguió explorando esa oposición a lo largo de otros ejes, entre ellos la demanda y la angustia, para terminar centrándose en la importancia de la dimensión del goce en la psicopatía. Del goce propio, el del psicópata, pero también del goce del otro, de su partener, que tan hábilmente el psicópata suele captar y utilizar.

En la intervención que hoy estoy presentando quiero volver sobre la primera conclusión para examinar las distintas acepciones del término perversión en el psicoanálisis y mostrar que este término recubre por lo menos tres conceptos diferentes. Efectivamente, cuando decimos perversión en psicoanálisis nos referimos a tres cosas muy distintas:

1. a las patologías de la sexualidad,

2. a las características estructurales de la sexualidad humana, y

3. a una de las formas de la subjetividad.

De allí que se produzcan una serie de confusiones cuando no se delimitan con claridad estas distinciones, o si no se las aplica de la manera pertinente.

Como suele ser habitual, estas tres acepciones resultan de la evolución del concepto de perversión a lo largo de las profundas transformaciones a que ha estado sujeto en las elaboraciones de la psiquiatría y el psicoanálisis. Por eso, para delimitarlas conviene hacer una referencia sucinta a la historia de este término en esas dos disciplinas, subrayando los tres hitos que señalan el surgimiento de un nuevo concepto que conserva, sin embargo, el mismo nombre del anterior.

El primer hito

El primer hito, es decir, el que marca el punto de partida del concepto de perversión, debe ubicarse, sin duda, en la gran obra civilizadora de Krafft-Ebing. De una generación anterior a Freud y a Kraepelin, Krafft-Ebing ocupaba la titularidad de la cátedra de psiquiatría en la Viena imperial. Las categorías psiquiátricas de sus tratados constituyen los antecedentes fundamentales en la nosología de esos dos grandes creadores. Krafft-Ebing es el más eminente representante de un grupo de psiquiatras y médicos legistas que se propusieron abordar en una perspectiva científica el estudio de la sexualidad humana y sus perturbaciones. Es decir, que persiguieron el objetivo de hacer entrar la consideración de los problemas sexuales en el discurso médico y legal para, de esa manera, tomar distancia de una posición moralista destinada fundamentalmente a enjuiciarlos y condenarlos.

Este propósito de pasar de la perspectiva del juicio moral a la neutralidad científica se manifiesta claramente en la terminología que utilizó, inventándola en la mayoría de los casos, y que reemplazó a la vigente hasta mediados del siglo XIX. Antes de su obra era muy común el uso de términos tales como degenerados, sodomitas, depravados, pederastas, cenedos. El uso del latín, no sólo en el título de su obra principal en estos temas, su Psychopathia Sexualis, sino también en el interior de su extenso desarrollo, estaba destinado a introducir una cierta neutralidad y distancia científica por comparación con el discurso vulgar.

Además, estableció una clasificación de las desviaciones sexuales que perdura hasta nuestro días y, de este modo, contribuyó a estabilizar el uso de términos descriptivos según la metodología empirista predominante en la psiquiatría de la época, y neutros desde el punto de vista de un juicio de valor, tales como perversión e inversión -el primero, para designar formas patológicas de la sexualidad que se ubican alrededor de la genitalidad, pero que constituyen manifestaciones que habitualmente acompañan la sexualidad normal, parasexuales; el último, para designar la orientación contraria a la considerada normal, es decir, heterosexual-. También el de fetichismo, exhibicionismo, voyeurismo. En algunos casos tuvo la osadía de usar referencias literarias que eran nombres propios, como el que tomó del marqués de Sade para establecer el término sadismo que se ha vuelto ahora un término común. Si bien el marqués no tuvo oportunidad de enterarse, porque en el momento de la publicación de la Psychopathia Sexualis hacía ya varias décadas que estaba muerto, fue diferente en cambio la posición de Sacher Masoch porque Krafft Ebing usó el término masoquismo mientras este vivía, lo cual, de todos modos, no debe haberle molestado mucho en la medida en que contribuía a la difusión de la fama de sus escritos.

En síntesis, lo que tenemos que retener para el propósito de este trabajo es que Krafft-Ebing estabilizó el concepto de perversión para referirse a las distintas formas de desviaciones sexuales -cuyo repertorio acaba de enumerarse- con el método descriptivo empirista de la psiquiatría clásica. Debemos también hacer notar que, a pesar de la enorme empresa realizada para despojar a esas formas de consideraciones de valor y darle un tratamiento científico, el concepto de perversión, tal cual lo forjó Krafft-Ebing, conserva un núcleo irreductible de juicio moral. Para que una conducta pueda definirse como desviada es necesario su comparación con un modelo ideal considerado normal. Y este modelo no es nunca ajeno a los valores morales y culturales de la época. Es como dice Lacan: el empirismo es siempre un moralismo encubierto.

Es suficiente señalar como ejemplo la cuestión de la homosexualidad que en nuestra época es considerada cada vez más simplemente como una de las formas posibles en la orientación sexual, es decir, en la elección de objeto, y tiende poco a poco a quedar definitivamente excluida del campo de la psicopatología y de los sistemas psiquiátricos de clasificación de los trastornos.

Sin embargo, a pesar de este resto de moralidad de su época, la influencia de la obra de Krafft-Ebing en la transformación de los viejos preconceptos ha sido enorme. Constituyó una base firme para los ulteriores estudios y elaboraciones sobre la sexualidad y ha desbordado el campo de los especialistas. Su Psychopathia Sexualis alcanzó más de treinta ediciones y un efecto de divulgación de una amplitud llamativa. Esta obra está compuesta y se desarrolla alrededor de la exposición de un conjunto significativo de casos singulares que el autor comenta: las llama observaciones y superan la centena. Algunas de estas observaciones son casos clínicos tomados por Krafft-Ebing de su propia práctica médica. Otras, cuando las formas de perversión constituyen delito, están extraídas de casos judiciales (por ejemplo, los cortadores de trenzas, frecuentes en esa época). Pero hay un tercer grupo, muy numeroso, en que estas observaciones consisten en los relatos escritos que Krafft-Ebing recibía de sus lectores contándole sus propias prácticas perversas y que contribuyeron significativamente a engrosar las sucesivas ediciones.

El segundo hito

Sin duda la obra de Krafft-Ebing proporcionó la base firme sobre la que se construyó la elaboración de Freud. Su principal trabajo en relación con el establecimiento del concepto psicoanalítico de pulsión sexual y de la hipótesis de la sexualidad infantil, los Tres ensayos sobre una teoría sexual, tienen como punto de partida exactamente los estudios y la clasificación de Krafft-Ebing. De allí que su primer capítulo lleve por título “Las aberraciones sexuales” y que las clasifique distribuyéndolas en dos grandes grupos: el primero, las desviaciones en relación con el objeto (es decir, la homosexualidad, la paidofilia y el animalismo), el segundo, las desviaciones con respecto al fin sexual (sean las transgresiones anatómicas o las fijaciones a fines sexuales preliminares). Este punto de partida no es invento de Freud, es una deuda con la obra de su predecesor.

Lo que, en cambio, resulta específicamente freudiano es el deslizamiento que se va produciendo gradualmente en el texto hasta forjar un concepto propio de perversión, diferente del Krafft-Ebing: la perversión, no como una forma patológica, sino como la característica esencial de la sexualidad humana. Esta transformación se obtiene a través de varios pasos.

El primero -en realidad también tomado de Krafft-Ebing-, que destaca que la sexualidad llamada normal tiene como elementos los mismos componentes de la sexualidad perversa: “Pero aún el acto sexual más normal integra visiblemente aquellos elementos cuyo desarrollo conduce a las aberraciones que hemos descripto como perversiones”3. De allí surge el concepto de pulsiones parciales como componentes de una pulsión sexual que no es homogénea sino siempre conformada por ese conjunto heterogéneo de pulsiones parciales llamadas también pulsiones perversas.

El segundo, el señalamiento de la falta de una frontera definida entre las llamadas perversiones y la llamada sexualidad normal: “La experiencia cotidiana muestra que la mayoría de estas extralimitaciones o, por lo menos, la más importantes entre ellas, constituyen parte integrante de la vida sexual del hombre normal y son juzgadas por éste del mismo modo que otras de sus intimidades”4.

Finalmente, en este apretado resumen del concepto de perversión forjado por Freud, el concepto de sexualidad infantil que implica una noción ampliada de la noción de sexualidad y arriba a la conocida fórmula freudiana del niño como un perverso polimorfo. Esta hipótesis establece que no existe una forma natural de la sexualidad sino que ésta, incluida la adquisición de una identidad en la sexuación, está sujeta a un proceso de formación que atraviesa diversas vicisitudes desde el niño hasta el adulto. Estas vicisitudes, en la concepción freudiana, están gobernadas por el dispositivo simbólico del Edipo: según la forma en que se lo atraviese y se lo concluya se obtendrá una cierta forma de sexualidad y de identidad sexual. Es decir, que el Edipo es un dispositivo de sexuación.

Lo que en Freud está planteado como infantil, en Lacan equivale a la noción de estructura. No se trata tanto de la evolución de una sexualidad perversa infantil hasta una sexualidad genital adulta, sino que la sexualidad humana es estructuralmente perversa y es con esa sexualidad perversa que hombres y mujeres se las tienen que arreglar para llegar a obtener y a elegir, o no, los rasgos que definen el viejo concepto ideal de sexualidad normal, es decir, la heterosexualidad y la paternidad: en palabras de Lacan, “...una posición sin la cual no podría identificarse con el tipo ideal de su sexo, ni tampoco responder sin grave riesgo a las necesidades de su pareja en la relación sexual y, más todavía, aceptar con justeza las del niño que en ellas se haya procreado”5.

En síntesis, Freud produce un concepto de perversión que no se refiere a una patología -como el concepto original de Krafft-Ebing-, sino que constituye la característica estructural -por lo tanto esencial y universal- de la sexualidad humana. Sin embargo, el concepto de perversión sigue teniendo como referencia la vida sexual y por lo tanto su aplicación queda restringida al campo de la sexualidad.

El tercer hito

Arribamos finalmente al concepto de perversión que Lacan produce cuando distribuye la psicopatología freudiana en la tripartición neurosis, psicosis, perversión. En esta tripartición ya se ha producido una generalización porque, para Lacan, neurosis, psicosis y perversión, no constituyen solamente una patología, sino que definen distintas modalidades de constitución de la subjetividad. Esto es, las leyes del funcionamiento psíquico no son las mismas para todo sujeto humano sino que se distribuyen en esas tres estructuras que son efectivas tanto para un sujeto enfermo mental como para aquellos que psíquicamente no han llegado a enfermar. En el primer caso, se tratará de un neurótico o un psicótico en el sentido tradicional de esos términos, es decir, como una forma patológica. En el segundo, de una estructura subjetiva neurótica o psicótica como modalidad de funcionamiento psíquico.

Pero lo decisivo para nuestro tema es que, en cualquiera de ambos casos, el concepto de perversión como estructura subjetiva difiere de los dos conceptos expuestos anteriormente. Es decir, que no es asimilable ni con el concepto de perversión de Krafft-Ebing como desviación patológica de la sexualidad, ni con el concepto freudiano de perversión como estructura universal de la sexualidad.

La verificación clínica, tanto en las neurosis como en las psicosis, es de una contundencia incontrovertible. Que los neuróticos gozan con sus fantasías perversas y que se verifica en su vida sexual la existencia de actos perversos, no es a esta altura de nuestras disciplinas solamente una conquista de la teoría y de la clínica freudiana, es un hecho aceptado generalmente. Que encontramos perversiones en las psicosis, muchas veces cumpliendo una función de estabilización en su estructura, también es un hecho no discutido.

De este modo, en la tríada neurosis, psicosis, perversión, esta última no coincide con el concepto freudiano, es decir, que la perversión como estructura de la sexualidad humana, por ser universal, es un concepto que se aplica tanto a la neurosis, como a la psicosis y a la perversión. Pero tampoco consiste en el concepto de Krafft-Ebing ya que, en este sentido, como conductas desviadas, hay perversiones en los neuróticos, hay perversiones en los psicóticos y, debemos agregar, hay perversiones en los perversos. Aquí se ve bien que el concepto lacaniano de perversión como una modalidad subjetiva no se confunde con los anteriores.

Se requiere, entonces, construir una distinción entre el sujeto perverso, el neurótico y el psicótico que vaya más allá de la psiquiatría clásica y del psicoanálisis de Freud. Esta caracterización es obtenida por Lacan tardíamente en el desarrollo de su obra, después de la construcción de la teoría del objeto (a), y se despliega en distintos registros. Ante todo en una forma particular de relación con el otro -tanto el otro, semejante, como el Otro. Implica, por cierto, una forma particular del superyó, ya que esta instancia no es, desde que Freud la definió, sino la internalización de la relación con el Otro. Pero implica, sobre todo, un manejo de la angustia -la habilidad para encontrar y activar en el otro los puntos que despiertan su angustia-, y una posición ante el goce que se caracteriza por el deseo y la voluntad de hacer gozar al otro (Otro) más allá del límite de sus deseos reconocidos, es decir, traspasando la inhibición de sus represiones inconscientes. El perverso es como un hombre de fe, un cruzado, llega a decir Lacan: cree fervientemente en el goce del Otro y se dedica con ahínco a producirlo.

Es este tercer concepto de perversión, como estructura subjetiva, el que, al generalizarse más allá de las prácticas de la sexualidad, puede constituir una contribución del psicoanálisis al conocimiento de las psicopatías.



Notas al pie:

1 Conferencia presentada en el 8º Congreso Internacional de Psiquiatría organizado por la Asociación Argentina de Psiquiatras, miércoles 24 de octubre de 2001, Buenos Aires. Mesa Redonda: “Temas de Psicopatía”.

2 Profesor titular Segunda Cátedra de Psicopatología Facultad de Psicología UBA.

3 Freud, S. (1905) “Tres ensayos sobre una teoría sexual”.

4 Idem.

5 Lacan, J. (1958) “La significación del falo”, Escritos, 2, Siglo XXI, México, 1984.

domingo, 7 de septiembre de 2008

::El psicópata y el nombre del padre

Profesor Roberto Mazzuca



Comenzaré mi trabajo delimitando los dos términos que componen su título: “psicópata” y “nombre del padre”.





La categoría clínica de la psicopatía


En nuestros sucesivos encuentros, hemos tenido la oportunidad de cotejar distintas maneras de definir al psicópata y verificar que la definición de esta categoría clínica no es unívoca sino heterogénea. Dentro de sus amplios márgenes, sin embargo, hemos acordado en la necesidad de distinguir por lo menos dos tipos que, en una de las mesas anteriores, el Dr. Eduardo Mata en su contribución titulada “Neurobiología del psicópata” definió de la siguiente manera. Por una parte, el antisocial, denominado también sociópata, y caracterizado por sus conductas antisociales, agresividad, destructividad y falta del control de impulsos. Por otra parte, un grupo cuyos rasgos distintivos, siempre citando el trabajo mencionado, reúnen la locuacidad, falta de remordimientos o culpa, afectos superficiales, falta de empatía y renuencia a aceptar responsabilidades. Mata proponía que este conjunto de rasgos constituye el núcleo de la psicopatía, la cual, en consecuencia, puede o no estar asociada a lo antisocial. De este modo, podemos distinguir el psicópata propiamente dicho, o psicópata puro, definido por sus talentos o capacidades, del sociópata definido fundamentalmente en el eje de la conducta antisocial y la destructividad.

El enfoque psicoanalítico de las psicopatías, cuyo desarrollo me corresponde presentar en esta mesa, resulta más cercano al primero de estos tipos, es decir, el que denominé psicópata propiamente dicho y que he caracterizado en nuestros encuentros anteriores por su oposición con el neurótico, en especial, el obsesivo.

De este modo, se destaca la ausencia de culpabilidad en el psicópata como lo opuesto a la rígida conciencia moral del neurótico obsesivo, acosado por autorreproches y remordimientos. En el psicópata, por lo contrario, hay una ausencia de culpabilidad. Por esta razón, tanto el psicópata como el neurótico conforman una patología de la responsabilidad. En uno por defecto, en el otro por exceso e inadecuación, en ambos casos hay un déficit en la responsabilidad.

Para el neurótico la satisfacción pulsional resulta fuertemente inhibida por la eficacia de la represión y otras vicisitudes pulsionales. El goce neurótico siempre implica un alto grado de sufrimiento y la satisfacción pulsional termina produciéndose por vías indirectas, sobre todo a través de la satisfacción del síntoma como retorno de lo reprimido. En el psicópata, por el contrario, es prevalente la vía del goce y la satisfacción pulsional se obtiene por vías más perentorias, la llamada impulsividad del psicópata.

Sobre el eje de la demanda, la modalidad neurótica conduce al sujeto a ubicarse en dependencia de la demanda del Otro. El psicópata, por el contrario, él demanda, impone formas sutiles de exigencia, incita al otro a la acción.

En cuanto a las modalidades del acto, en el obsesivo predomina la duda, la indecisión, la vacilación neurótica, que determinan una pobreza en la acción, su postergación o bien a una realización torpe que marca un fuerte contraste con la habilidad y la seguridad del psicópata en sus acciones.

En cuanto al eje de la angustia y el goce, la angustia es consustancial con la subjetividad neurótica en contraste con su casi ausencia o bajo nivel en el psicópata que solo se angustia en sus momentos de crisis, es decir, en que fracasan sus mecanismos psicopáticos. Momentos breves, por lo general, transición hacia la recuperación de su equilibrio psicopático.

El verdadero psicópata no es el que ejerce una violencia abierta en la persecución de sus metas inconscientes sino el que la usa en un juego sutil de amenazas y promesas o expectativas a través del cual logra obtener el consentimiento del otro. En este punto, dos observaciones, aparentemente contrarias, en cuanto a la existencia o no de empatía con el otro. Por una parte, el psicópata tiene una empatía muy especial con el otro, que le sirve para detectar sus necesidades sofocadas, sus debilidades y tentaciones, los lugares de su angustia. Es justamente esta posición de empatía y de identificación con el otro la que le otorga sus grandes habilidades y su posibilidad de manipulación del otro. Sin embargo, esta empatía permite tratar al otro como un objeto, mero instrumento para obtener su propia satisfacción, sin respetar ciertas condiciones de la subjetividad del otro.

Todas estas referencias muestran que la subjetividad psicopática es una forma particular de la subjetividad perversa.





El nombre del padre


El significante del nombre del padre y la operación de la metáfora paterna forman parte de los conceptos psicoanalíticos forjados por Jacques Lacan en la primera parte de su enseñanza para recuperar, pero al mismo tiempo renovar y actualizar, la teoría del Edipo propuesta originalmente por Freud. Cumple el propósito, entre otros, de separar la función paterna de la persona que la ejerce, ya que el nombre del padre constituye una función simbólica como representante de la ley y en este sentido introduce una distancia, una diferencia con el agente que la encarna y la ejerce. De este modo, en una familia puede existir o faltar la persona del padre, pero lo decisivo no es esto sino si en ella se cumple o no, si tiene vigencia o no, la función paterna. Esta manera de concebir las cosas resulta especialmente importante en la actualidad en que las formas familiares presentan una amplia variedad. En un grupo familiar aparentemente monoparental la función paterna puede ser cumplida, por ejemplo, por la abuela. Otro ejemplo son las parejas homosexuales donde hay dos padres o dos madres y, sin embargo, la distribución de funciones entre ambos se ejerce de tal manera que opera la función del nombre del padre y la metáfora paterna.

En los conceptos lacanianos no solamente se diferencia el nombre del padre, como padre simbólico, del padre real, sino también una tercera forma, la del padre imaginario, conformado fundamentalmente por las fantasías o fantasmas. Hay ciertas etapas del desarrollo, especialmente en el varón, que requieren la intervención del fantasma del padre castrador, un padre al que se teme. Cuando esta función falta es común que sea el origen de fobias infantiles u otras patologías. Como Freud ya lo había mostrado, muchas zoofobias: el miedo a los perros o, como el famoso caso de Juanito, el miedo a los caballos, constituyen un síntoma que sustituye y compensa la carencia paterna.

El padre real, entonces, no coincide con el padre imaginario constituido en los fantasmas del niño. Tampoco coincide con el padre simbólico. El padre real, es decir, quien en la realidad ejerce la función paterna, sea o no el padre biológico, sea o no la figura del padre en el sentido sociológico, en los casos normales conserva cierta distancia con nombre del padre: lo representa pero no se confunde con él. Cuando el padre real se identifica totalmente con el nombre del padre se pueden introducir grandes perturbaciones en el desarrollo, que en los casos más graves pueden llegar a la psicosis. El nombre del padre representa la ley. La función del padre real no es representar la ley sino articular el deseo del sujeto con la ley. Servir de apoyo y estímulo al hijo de modo que su deseo se despliegue en formas aceptables de transgresión a la ley. La aplicación de la ley no puede ser automática y ciega, sino admitir excepciones y tener en cuenta el caso particular.





El psicópata y el nombre del padre


La existencia del nombre del padre o su ausencia constituyen en la clínica lacaniana la frontera que separa la neurosis y la perversión, de un lado, de la psicosis, del otro lado. La clínica de la psicosis es una clínica de la ausencia del nombre del padre.

Si la psicopatía es una de las formas de la subjetividad perversa, como afirmamos más arriba, se debe concluir que su clínica se desarrolla, a la inversa de la psicosis, con la existencia del nombre del padre. Es decir, corresponde no a una ausencia sino a una perturbación de la función paterna.

Para mostrarlo de una manera que sea breve, como lo requiere el desarrollo de esta mesa, usaré como referencia una película que presenta la ventaja de ser seguramente conocida por muchos de ustedes: “Atrápame si puedes” del director Steven Spielberg. Dado que se trata de una ficción, tiene solamente una finalidad ilustrativa. Aunque en este caso, la referencia a un hecho real proporciona cierta verosimilitud. No es inusual recurrir al cine o la literatura para ilustrar las formas de la subjetividad. Por mi parte, ya lo hice en otra ocasión, con otra película, en una de las mesas anteriores de esta serie.

En primer lugar, resulta bastante claro que las características del protagonista coinciden casi rasgo por rasgo con las que hemos definido para el psicópata propiamente dicho. Su capacidad de simulación, y especialmente su habilidad en la manipulación del otro, le permiten representar por largos periodos, primero, el papel de copiloto de una famosa aerolínea; luego, ejercer como médico pediatra en una clínica; y, finalmente, obtener la habilitación de una matrícula como abogado para ejercer como parte del personal de la fiscalía, llegando casi hasta casarse con la hija de su jefe. Simultáneamente despliega una actividad para obtener dinero de los bancos de manera fraudulenta. Este talento para captar la atención y la confianza del otro no se reduce a una cantidad limitada de casos sino que se ejerce con mujeres y hombres, adultos y niños, empleados y profesionales, en ámbitos con pautas rígidas como suelen ser los bancarios, médicos o judiciales.

En segundo lugar, es también ostensible, no la ausencia del padre, a quien el sujeto ama profundamente, sino el déficit en el ejercicio de la función paterna. Se lo ve en la figura del padre, no tanto por ser impotente y fracasado, constelación que muchas veces condiciona la formación de una neurosis, sino por la aplicación caprichosa y falseada de la ley. Es el padre quien lo introduce en la simulación y en la fascinación por los uniformes. Le permite al hijo faltar al colegio para que éste, vestido con el uniforme de chofer, forme parte de la escenificación con que intenta presentarse como un personaje importante ante el gerente del banco del que pretende obtener dinero en préstamo. También le regala al hijo los primeros cheques con que éste comenzará su actividad delictiva, llevando a la culminación de una manera exitosa el estilo en que el padre ha fracasado.

Otro ejemplo del déficit en la función del padre es su posición frente a la conducta del hijo cuando éste es expulsado del colegio por simular y sustituir durante un tiempo la actividad de un profesor. No sólo no lo reprende ni sanciona sino que se hace su cómplice y se divierte con la proeza del hijo.

La función paterna tampoco es ejercida correctamente por la madre, quien intenta sobornar con dinero al hijo para ocultar al marido la relación con su amante. Operación que repite más adelante cuando intenta infructuosamente anular con dinero la defraudación que éste ha cometido.

El guión cinematográfico ubica el nombre del padre en el personaje del policía que lo persigue hasta atraparlo. Sin duda, porque representa la ley, pero no sólo por eso. Por esta sola función se hubiera convertido en un perseguidor, no en un padre. Hay que subrayar ante todo el modo en que lo hace, con ahínco y persistencia, pero no exento de torpezas y fracasos. No sólo intenta no dejarse engañar y hacer a su vez uso del engaño, sino que busca registrar las aficiones, gustos y también las carencias del otro, sobre todo después de inferir que se trata casi de un niño. Por ejemplo, al advertir que el llamado en la noche de Navidad procede del sentimiento de soledad que embarga a su perseguido.

Sin embargo, lo decisivo es que su misión no termina cuando el sujeto resulta por fin apresado, juzgado y encarcelado. Dedica otros cuatro años a obtener su liberación y armar un dispositivo donde el sujeto pueda, bajo su custodia, mostrar y aplicar en un trabajo regular las mismas aptitudes que lo llevaron a delinquir. A lo largo de esta segunda etapa de su intervención no actúa nunca por imposición. Aunque propone elecciones forzadas, deja siempre un margen para la decisión del sujeto. Se lo ve bien en su modo de actuar cuando pareciera que el protagonista va a recaer en sus prácticas de fuga y simulación: lo deja partir sin otro control que la declaración, pronunciada de manera explícita, de que espera de su protegido la decisión de volver.

El guionista muestra en la escena final un sujeto aplicando de manera orgullosa su saber y sus habilidades delictivas, pero esta vez en el consentimiento a su nueva ocupación de contribuir al sistema establecido. Si esto es mejor o peor, es una apreciación que queda fuera de nuestra tarea. Pero debemos notar que no nos encontramos con un sujeto deprimido ni arrepentido, sino disfrutando del ejercicio de su talento delictivo en su nueva formación sustitutiva. En este momento se comprueba que el policía no se ha limitado a representar la ley sino a articular el deseo y el goce con ella.





Epílogo


Podemos verificar de esta manera que, en coincidencia con las hipótesis formuladas por Hugo Marietán, la conducta psicopática se despliega fuera de la familia. Con los padres es un hijo tierno y amante, en especial con el padre. Resulta claro que ha asumido los ideales narcisistas del padre y, más tarde, ante su fracaso, se propone rescatarlo de la humillación y devolverle lo que ha perdido para reparar de esta manera el narcisismo herido del padre.

La otra coincidencia radica en la profunda perturbación del funcionamiento de la familia del psicópata. A diferencia del policía que, más de una vez, lo exhorta a detenerse, el padre guarda silencio cuando el hijo le pide que le ordene parar. Es una de las escenas más impactantes de todo el film: el hijo pidiendo la palabra del padre que ponga un punto de detención a su acción, y éste callando. Podríamos ubicarla en contraposición a una escena de otra película, también muy conocida, en que el sujeto demanda, en este caso al padrino, que le dé la orden. Son dos ejemplos contrapuestos, pero en ambos el nombre del padre funciona como soporte de la conducta delictiva, en un caso por defecto, en el otro por exceso. En el primero, falta la palabra que detenga; en el último, es otorgada la palabra que autoriza la acción.

Buenos Aires, octubre de 2005, Congreso Internacional de Psiquiatría, Asociación Argentina de Psiquiatras: Mesa: El Sol Negro: un psicópata en la familia

jueves, 4 de septiembre de 2008

::XII- Las estructuras clínicas

Capítulo de la tesis de Doctorado: "Amor, locura y femineidad. La erotomanía, el delirio de ser amada: ¿Una locura femenina?". (2005)
Dra. Marité Colovini


Anteriormente hice referencia al modo en que Lacan define a la estructura en el Seminario III: “conjunto co-variante de elementos significantes”. También puede decirse que la estructura es el modo en que se conectan entre sí las partes de un todo de la clase que sea. Para descubrirla es necesario hacer un análisis interno de la totalidad y distinguir los elementos y su sistema de relaciones. Así, la estructura aparece como el esqueleto del objeto sometido a consideración diferenciando lo esencial de lo accesorio: el conjunto de sus líneas de fuerza y el mecanismo de su funcionamiento propio. Para el estructuralismo, un sistema no está constituido por la suma de las partes, sino que el sentido del conjunto es inmanente en cada uno de los elementos constitutivos.

Dice Lacan: “…todo el análisis de la estructura, es decir: de las constantes significantes en cuya base se encuentra la función (que es secundaria con respecto a la estructura).”[1] Como podemos deducir, se trata de que Lacan está distinguiendo la estructura y la función. Para él, la estructura son las constantes significantes y la función que estas constantes cumplen es secundaria con respecto a la estructura.[2]

A propósito de la co-variancia, ésta significa que ningún elemento posee identidad propia, sino que todos valen en función de sus relaciones, de modo tal que el conjunto varía solidariamente si una de esas relaciones se modifica.

En el capítulo destinado a explicitar la metodología utilizada en esta investigación consideré oportuno realizar consideraciones epistemológicas referidas principalmente al campo de la psicopatología. Allí he consignado que en la actualidad existe una fuerte tendencia dentro del movimiento psicoanalítico acerca de la ubicación de ciertas presentaciones de la demanda que no encuentran fácilmente su inclusión en las estructuras freudianas.
Existen algunas formulaciones que tienen distintos grados de desarrollo, tales como: clínica de bordes,[3] bordes de la neurosis,[4] clínica del estado límite,[5] inclasificables,[6] estructuras narcisísticas,[7] y el ya clásico borderline anglosajón.

En este capítulo seguiré las formulaciones que realiza A. Eidelsztein en Las estructuras clínicas a partir de Lacan, pues coincido con la apuesta del autor sobre la consideración de una lógica que vincula las estructuras freudianas: neurosis, psicosis y perversión, con las estructuras clínicas ordenadas según la extracción o no del objeto a.[8] De esta operación de extracción, depende la constitución del intervalo significante[9] o la holofrase.[10]

La propuesta de Eidelsztein elabora una tabla que se conforma de la siguiente manera:



8. Cuadro extraído de A. Eidelsztein, op. cit., p.76.

Al comparar los modos de establecer las estructuras, Eidelsztein considera que su aporte implica:

1) Una lógica más abarcativa, pues incluye y articula la debilidad mental y el fenómeno psicosomático, no comprendidos en la tripartición: neurosis, psicosis, perversión.
2) Una lógica que ordena esas mismas estructuras con distinta coherencia.

Además, agrega el autor, a partir de este ordenamiento es posible compatibilizar las estructuras con la noción de “elección de la neurosis”, ya que sólo se elige si hay una lógica que organice los elementos entre los cuales se puede efectuar la elección. No se elige entre cuadros psicopatológicos, sino entre modalidades de oposición lógicas.

Otro principio que el autor considera una ventaja es que el cuadro no admite mixturas ni deslizamientos, pues funciona con la ley del todo o nada, es decir: hay o no hay extracción del objeto a. Dada la definición de estructura, sólo se consideran como tales a las comprendidas por la legalidad del intervalo o extracción del objeto a. La psicosis, la debilidad mental y el fenómeno psicosomático no son estructuras debido a que se las postula por fuera del campo de la operatoria de la ley y sin ley no hay estructura. A pesar de esto, en el campo de la holofrase no reina un absoluto desorden o una pura ausencia de lógica. Si la clínica correspondiente a la extracción del objeto a se postula como una clínica del caso por caso, una clínica particular, la clínica de la no extracción del objeto a es una clínica de la singularidad.

El campo del intervalo incluye las estructuras clínicas de pleno derecho; la línea gruesa que lo separa de la holofrase indica la lógica que las relaciona: la distorsión. Dentro del campo del intervalo, la línea que separa neurosis y perversión también indica la lógica según la cual se relacionan: la inversión.

Finalmente, y en tanto a una lógica más elaborada le corresponde la posibilidad de mayor cálculo, la tabla elaborada por Eidelsztein permite calcular la dirección de la cura y las intervenciones a realizar.

Ahora bien, al estar sostenida en la lógica del No-todo, se afirma que no toda la psicopatología está contenida por la lógica de la extracción o no del objeto a. No todos los sujetos son perversos, neuróticos o psicóticos. Por lo tanto, esta tabla puede ampliarse. Eidelsztein conserva un lugar por fuera de la tabla en el que inscribe la locura, las adicciones, la melancolía, la hipocondría, las caracteropatías. Si bien el hecho de que dichas entidades se inscriban fuera de la tabla asegura que no responden al principio organizador de la extracción o no del objeto a, es posible pensar que puedan responder a algún principio organizador diferente, lo cual no supone agregarle una columna a la tabla, ya que, como se ha dicho, la lógica de construcción de la misma opera como principio del todo o nada.

Al plantear que este ordenamiento está sostenido por la lógica del No-todo, también se especifica que la oposición entre intervalo u holofrase no da cuenta en forma absoluta de las relaciones lógicas de todas las entidades presentes en la clínica. La inclusión de entidades como la locura, la melancolía, las caracteropatías, etc., se realiza por las siguientes razones:
a) su presencia en la clínica es innegable
b) la sociedad occidental tiende a producir, cada vez más, efectos de locura
c) existe una teoría de las entidades mencionadas que cabe distinguir y estudiar

Sobre estas modalidades del padecer aún no se ha establecido una lógica que permita articularlas con las otras entidades clínicas, pero la fidelidad a lo real de la clínica impone al analista considerarlas, ya que se trata de una dirección hacia donde puede progresar el discurso del psicoanálisis.



9. Cuadro extraído de A. Eidelsztein, op. cit., p.86.




1. La locura

Si bien Lacan distingue la locura de la psicosis, esta distinción no ha sido suficientemente observada por los psicoanalistas lacanianos, a excepción de A. Eidelsztein y J. M. Vappereau, que toman a la locura como una noción central en sus desarrollos teóricos.

En muchos de sus escritos Lacan utiliza nociones filosóficas hegelianas, expresiones tales como: “alma bella”, “ley del corazón” y “delirio de infatuación”. Si se observa que sus escritos se extienden en un período que va de 1936 a 1966,[11] se puede dimensionar que no se trata sólo de citas ocasionales sino que constituyen una noción con un lugar de pleno derecho en su clínica.

Las expresiones de raigambre hegeliana pertenecen a la Fenomenología del espíritu y se articulan con la noción de “locura humana”. Para Hegel, esta locura es un tipo de individualismo moderno. El individuo que pretende realizarse en el mundo debe reconquistar su sustancia: el espíritu. Según el autor, el espíritu es la esencia, lo que existe en sí mismo; no es propiamente una entidad, sino una forma (o formas) de ser de las entidades que no se halla establecida de una vez y para siempre, sino que está sometida a un proceso interno dialéctico. Lo que Hegel llama espíritu es la realidad como Espíritu. El Espíritu como ser en sí es Espíritu subjetivo; como ser fuera de sí o por sí es Espíritu objetivo; y como ser en y para sí mismo es Espíritu absoluto.

El Espíritu subjetivo es el espíritu individual, afincado en la naturaleza humana y en marcha continua hacia la conciencia de su independencia y libertad. A través de los grados de la sensación y del sentimiento –fases corporales que facilitan el acceso a la entrada en sí mismo–, el espíritu subjetivo llega a la conciencia, al entendimiento y finalmente a la razón.

En la Fenomenología, Hegel define al individualismo moderno como la autoconciencia, conciencia singular que se postula como individualidad en el orden del mundo (realidad social).[12] Describe así tres formas del individualismo:

a) El Placer y la necesidad, caracterizada por el deseo del goce inmediato
n) La protesta del corazón contra el orden establecido: Ley del corazón y delirio de infatuación
c) La virtud en revuelta contra el curso del mundo

Hegel da ejemplos literarios para cada una de estas posiciones: el Fausto de Göethe, para “el placer y la necesidad”; Los bandidos de Schiller, para la segunda posición; y Don Quijote de la Mancha de Cervantes, para la última posición. Cada posición es concebida por Hegel dentro de un desarrollo dialéctico según el cual cada una supera a la anterior.

En la primera posición se trata del hedonismo puro, un puro goce sin pensamiento que sume a esta individualidad en la tragedia en la cual el destino se presenta como incomprensible. Es un amor sensual que implica el encuentro con otra individualidad, pero que no llega al universal.

En la segunda modalidad del individualismo moderno, el universal se presenta inmediatamente vinculado al deseo. La ley del corazón pasa a ser ley de todos los corazones. Si bien en este punto ya hay una reflexión, aparece el problema de cómo se vinculan la ley y el corazón. Hegel sostiene que es de forma “inmediata”, y esta inmediatez proviene de que no hay un verdadero pasaje por lo social, por lo que la individualidad y su inmediatez aún no están superadas. A esta individualidad se asocian tres términos: el alma bella, la ley del corazón y el delirio de infatuación. El alma bella será la visión moral del mundo, correspondiente a la ley del corazón, que observará que al realizarse esta ley se experimenta el mismo fracaso que sufre el deseo singular cuando sólo busca el propio goce. “La ley del corazón deja de ser ley precisamente al realizarse […] por lo tanto, con la realización de su ley no hace surgir su ley, sino que en tanto que la realización es en sí la suya y es, no obstante, para él una realización extraña, lo que hace es enredarse en el orden real, en un orden que es para él, además, una potencia superior no sólo extraña, sin incluso hostil.”[13]

Así, se produce una contradicción entre lo que veo frente a mí y es mi obra, pero no está de acuerdo con mi corazón. Y esta contradicción es en sí misma locura. “Las palpitaciones del corazón por el bien de la humanidad, se truecan así, en la furia de la infatuación demencial, en el furor de la conciencia de mantenerse contra su destrucción y ello es así porque arroja fuera de sí la inversión que la conciencia misma es y se esfuerza en ver en ella un otro y en enunciarla como tal.”[14]

Aquí se aprecia la clave de la locura hegeliana: no se trata de que para este tipo de loco lo que es real para la conciencia en general sea hecho irreal, y tampoco se trata de falta de adaptación a la realidad, pues además, la conciencia en general subsiste. Para este tipo de loco la única escapatoria de la contradicción es lanzarla afuera, proyectarla al exterior. Éste es el delirio de infatuación: depositar afuera la contradicción que es locura en sí, producto de la ley del corazón y del alma bella. De este modo, el loco, para preservarse de su propia destrucción, denuncia esta “perversión” como algo distinto a ella misma; ve en ella la obra de otras individualidades contingentes de las que proviene la malignidad. Es por eso que esta posición deriva en misantropía.[15]

En la tercera posición, la conciencia quiere anular los egoísmos individuales –producto de la maniobra de la individualidad anterior– para permitir que el orden aparezca tal como es en verdad. Si la posición anterior concluía en el aislamiento, ésta intenta rectificar la perversión que hay en el otro. Con la idea del completo sacrificio de la individualidad, se busca corregir la maldad del mundo. Se supera la ley del corazón, pero aún se sigue en la posición de imputarle la maldad y la perversión al otro.


2. Lacan y la locura

J. M. Vappereau en el Curso “Las necesidades de discurso para que el psicoanálisis tenga lugar” dice:
“Lacan da una definición de locura que es el desconocimiento, pero precisa que este desconocimiento es caracterizado por la figura del alma bella de Hegel [...] Luego, va a dar otra definición de locura que es el creerse o creerse allí. El toma el ejemplo del hijo de familia, lo que yo llamo en francés una persona adinerada, es el que se cree algo [...] también encontramos psicoanalistas locos, gente que se cree que son integralmente psicoanalistas. Todas estas imágenes de locura son aquellos que se creen algo, este desconocimiento del hecho de que somos extremadamente cambiantes, que el yo es muy maleable entre el principio, el medio y el final de la jornada y que tenemos diversas funciones que hay que cumplir, que hay que cambiar. Por el contrario sin duda hay algo que es fijo, que es permanente, que está del lado del deseo, del lado del sujeto. Lo que es curioso es que nuestra civilización lleva justamente a la locura, empuja a la locura porque definimos identidad de alguien por las características de su yo [...] y se pretende imponerles una identidad [...] Por último, lo último que dice Lacan sobre el loco es que está hablado por el Otro [...] Luego Lacan aborda la causalidad psíquica y entonces notarán que la palabra locura no reaparece más que en el lugar del yo. Aparece cuando Lacan va a hablar de esta instancia loca que se llama el yo y que yo decía justamente que tendemos a valorizar en nuestra civilización.”[16]

Creo importante subrayar la importancia que Vappereau le asigna a “nuestra” contemporaneidad actual en lo que respecta al “empuje a la locura”, ya que se trata de encontrar en qué resortes el síntoma social actual toma la forma de la locura. En el curso al que hice referencia, Vappereau insiste en que la tendencia actual a la desresponsabilización de los sujetos es una forma de empuje a la locura y que hay que tomar en cuenta lo que la medicina, el derecho, algunos discursos políticos, la psicología y aun ciertos enunciados psicoanalíticos pueden contribuir a producir respecto de aquella desresponsabilización.

¿Qué se produce cuando se insiste en nombrar como “enfermedad” lo que es producto de posiciones subjetivas? Vappereau dice que aun el psicoanálisis es utilizado a veces para justificar circunstancias atenuantes, y que al hacer esto, al tratar de encontrar los motivos para explicar que lo que alguien hace es según lo que le aconteció en su infancia, y al hacer de esto una explicación causal –de modo tal que el sujeto queda librado de toda responsabilidad en lo que le ocurre–, no se hace otra cosa que empujar a la locura del alma bella que denuncia el desorden del mundo afuera de sí. Ahora bien, con esto también se hunde al sujeto en la alienación mayor, pues la culpabilidad inconsciente es comandada por el superyó y cuanto más se desresponsabiliza a alguien más se acrecienta esa culpabilidad.

Finalmente, Vappereau plantea que puede hacerse un uso loco de las estructuras freudianas, lo cual es muy importante para pensar en el modo en que el psicoanálisis puede intervenir en la polis. Porque para que el psicoanálisis pueda tener lugar, es necesario establecer la diferencia entra la locura y la causalidad psíquica, y hacer que el analizante no solamente espere efectos de palabra, sino que sea considerado responsable de las consecuencias de lo que dice.

En consonancia con este planteo, Eidelsztein reflexiona sobre la importancia de considerar la doctrina lacaniana de la locura. Según el autor, lo más novedoso de la propuesta de Lacan es que los psicoanalistas deben especializarse en la concepción de la locura y distinguirla bien de la neurosis y la psicosis, pues los analistas tienen un lugar social e histórico fundamental respecto de la locura:

“Los psicoanalistas pueden llegar a ser quienes, en este período histórico de Occidente, más incentiven la locura [...] existen al menos cuatro motivos para estudiar la locura en su especificidad: 1) hay locos, 2) los psicoanalistas, como nadie, pueden llegar a enloquecer, 3) existe una teoría de la locura desarrollada por Lacan y, 4) esta teoría posee la virtud agregada de resolver un callejón sin salida de la argumentación freudiana (el estancamiento libidinal)”.[17]

En acuerdo con este planteo, interesa destacar que las posiciones feministas o de la teoría del género llevadas al extremo y consideradas como parte de un tratamiento psicoanalítico, también pueden empujar a las mujeres a la locura, en tanto alienación a una ideología de la discriminación y del perjuicio que ubican al sujeto en una posición de reivindicación permanente y de rechazo del inconsciente. Por otra parte, este planteo también atañe a la extensión del psicoanálisis a campos como el jurídico, ya que se trata de atender a las diferencias entre “irrealizar el crimen y deshumanizar al criminal”.[18] Deshumanizar al criminal sería alejarlo de su condición de ser hablante y desresponsabilizarlo, en tanto tal, de las consecuencias de su decir.

Además, es importante señalar el efecto solidario del discurso de la ciencia y el discurso capitalista, dos mutaciones actuales del discurso que constituyen la dominante en la época actual.[19] Si se suman los efectos que producen ambos discursos, se ve que en ambos se promueve el rechazo a la castración y la promesa de desaparición de todo malestar, lo que conlleva inevitablemente la alienación del sujeto a los ideales propuestos que funcionan como imperativos. La desmetaforización de la ley y el ataque al lazo que producen estos discursos, promueven el individualismo y evitan que el goce sea separado del cuerpo. Evitar el pasaje del goce al discurso equivale a rechazar el inconsciente, así como la promoción de los objetos técnicos promete la recuperación total de un goce sin fallas. Si éste es el estado actual del lazo social, lo que se presenta en la clínica hablará de ello al modo del síntoma social.[20]


3. La doctrina lacaniana sobre la locura

Al referirse a la locura como “esencial al hombre”, Lacan no la relaciona con lo subjetivo.[21] Donde hay hombre como sujeto hablante se da la posibilidad de fenómenos de locura. Se trata, entonces, de hechos observables. La locura es algo observable, ya que se manifiesta fundamentalmente en el orden de las relaciones sociales.[22] Lacan advierte que la locura es un fenómeno tan antiguo como el ser hablante, pero adquirirá propiedades específicas por los efectos de la presencia de la ciencia.

En el texto “Acerca de la causalidad psíquica”, Lacan hace uso del término psicosis para referirse al caso Aiméé, pero luego lo diferencia de locura: “la locura […] incumbe a una de las relaciones más normales de la personalidad humana: sus ideales [...] si un hombre cualquiera que se cree rey está loco, no lo está menos el rey que se cree rey […] el momento de virar lo da aquí la mediatez o la inmediatez de la identificación, y para decirlo de una vez, de la infatuación del sujeto.”[23]

Dada la relación con los ideales, para todo ser hablante existe la posibilidad de locura. Esta relación puede estar mediada o no, y esto es lo que da o no la dimensión de locura. Lógicamente, la mediatización con respecto a la relación con el ideal está fundada en la función del gran Otro a través de algunas de sus encarnaduras posibles.

Según Eidelsztein, la diferencia entre Lacan y Hegel reside en que, mientras para Hegel la locura es algo propio de la individualidad moderna, para Lacan es algo característico del hombre, en cuanto a su calidad de relación con las identificaciones ideales. “La locura no es algo específicamente moderno, ya que implica, en el campo del psicoanálisis la inmediatez de las identificaciones. Si entre el sujeto hablante y el ideal simbólico se da una unión directa, si no se interpone entre ellos alguna encarnadura del Otro, se trata de locura.”[24]

Esta unión directa con el ideal simbólico, desemboca necesariamente en un creerse ser, pero sin pasar por aquello que hace a esta condición en el gran Otro. Se trata de evitar la posibilidad de encontrarse con que no hay en el Otro un significante para representar el ser, lo que petrifica al sujeto en ese ser que se cree ser, alejándolo de la dialéctica de las identificaciones que están mediadas por el Otro. Esta petrificación, fijación del sujeto en su identificación con el ideal simbólico, es tomada como destino, insignia, blasón, y se caracteriza por evitar el pasaje por el campo de la palabra y el Otro. Al evitar este pasaje, los otros sujetos sólo funcionan como semejantes, rivales imaginarios del sujeto y, como tales, llenos de maldad.

Eidelsztein señala este cortocircuito en el grafo del deseo y remarca que se trata de un recorrido sin mediación donde el sujeto –sin pasar por el Otro– accede directamente a la identificación ideal, es decir, una identificación inmediata.



10. Figura extraída de A. Eidelsztein, op. cit., p. 99.

Lacan sugiere que en la petrificación, el sujeto encontrará el margen de libertad que el ser le propone, pero: ¿de qué libertad se trata? De la libertad de desujetarse de los amarres del Otro y de las limitaciones que impone la relación con él; libertad equivalente a la muerte por petrificación. Es decir, que en tanto el hombre se cree libre, el límite al que llegará será la locura: cuanto más libre se crea más loco estará.

Un análisis llevará al sujeto necesariamente al alejamiento de la locura, estableciendo que no es libre allí donde él se cree, sino que el margen de libertad alcanzable sólo es tal mientras se pase por el Otro, encontrándose con la verdad de su división subjetiva que funciona como causa del movimiento del deseo.

En “Función y campo de la palabra...”, Lacan desarrolla el tema de la relación de la locura y la contemporaneidad. Se trata de considerar las objetivaciones del discurso en oposición a la función reveladora de la palabra produciendo el efecto subjetivo. En el lenguaje, la función de la palabra tiende a la subjetivación, pero también hay algo que tiende a la objetivación: el muro del lenguaje.

La ciencia actual oferta una inigualable objetivación por el lenguaje, ya que propone una dimensión aplicable en forma universal. Y es la psicología, precisamente, la rama de la ciencia que materializa esta objetivación. Muchas personas se presentan hoy munidas de un ser proporcionado por la objetivación psicológica: “soy un bipolar”, “soy un panicoso”, “soy un adicto”, “soy una mujer golpeada”, etc. Lo que insiste es el alcance que estas objetivaciones tienen respecto de la demanda de ser, cristalizando en el sujeto un “nombre de ser” que se convierte en nombre universal más que propio.

Esta oferta se acompaña de las que realiza la psiquiatría actual cuando considera que estos “seres” hechos de enfermedad pueden ser tratados del mismo modo que los enfermos orgánicos y multiplica los fármacos para curar estas “enfermedades del ser”.

Lacan también plantea la forma en que incide el psicoanálisis en la objetivación y la identificación simbólica que la sociedad científica moderna propone de manera universal al sujeto hablante, al dar nuevas figuras seudo objetivas del ser tales como yo, superyó y ello. Por esto, los sujetos también concurren a las consultas creyendo que lo que les sucede es por causa del inconsciente o del superyó, o nombrándose como obsesivos, histéricos o fóbicos. Así, desdeñan cualquier propuesta de reconocer qué parte les cabe en aquello que les sucede; creen que de esta manera se liberan de sus amarras y de sus culpas, y caen en la locura de creerse tales. Si el psicoanalista no conmueve esta posición, si la refuerza ofreciendo más y más sentido, empujará aún más al sujeto a la locura. Una verdadera nueva forma de locura posible: iatrogenia psicoanalítica.

Esto implica una reflexión muy seria por parte del psicoanalista respecto del modo de extensión del psicoanálisis, ya que no se trata de proporcionar nuevas objetivaciones sino, parafraseando a Vappereau, “de producir la necesidad de discurso, para que el psicoanálisis tenga lugar.”


4. La psicosis no es la locura

A partir de Lacan, se concibe a la psicosis como el resultado de la forclusión del significante del Nombre del Padre. Esta operación, diferenciada netamente de la verdrangung y la verleugnun, implica una radical exclusión, un no haber advenido jamás de ese significante al lugar del Otro. Al traducir a la Verwerfung como forclusión, Lacan designa “la falla signifcante que existe desde el inicio para un sujeto antes de que se vea confrontado a un momento dado de su historia”.[25]

Si el Nombre del Padre es el significante que anuda la psicosis a la estructura, a partir de la operación de forclusión de ese significante, carece de nudo y por lo tanto de estructura. Además, el significante del Nombre del Padre aporta la legalidad de la inscripción de la falta a través de su operatoria en la metáfora paterna. Porque este significante no adviene jamás a su lugar, la psicosis carece de legalidad.

Al revelar las consecuencias de la forclusión del Nombre del Padre sobre el conjunto de la organización psíquica, sobre el sistema significante y sobre el sujeto, Lacan demostró por un movimiento inverso, cómo ese significante dirige lo psíquico.

Si el Nombre del padre no es más que un lugar vacío, un más allá del sujeto que ocupará o no el padre en uno u otro de los registros en el que es llevado a funcionar, se trata de un lugar ectópico respecto del sujeto, independiente de él. Es precisamente por la no ocupación de ese lugar que se hace explícito y legible. Y más aún, al faltar el lugar mismo, se evidencia su importancia: “Si sólo un significante puede marcar la existencia del lugar vacío del Padre, la ausencia del significante que lo marca significa que el lugar vacío falta; y es doblemente faltante, una vez porque un significante falta, otra vez porque lo ocupa el padre real, el padre del lado de lo pulsional, del lado del goce. Ausente por su forclusión la parte simbólica del padre deja su parte real que ocupa su sitio.”[26]

La ausencia del padre simbólico producirá en el sujeto, cada vez que se encuentre con un padre real, un llamado hacia un lugar que falta y del cual no puede provenir ninguna respuesta. Por lo tanto, el delirio será aquello que el sujeto intente para responder. Ante la falta de anudamiento de la estructura, algo vendrá a suplirla. Ahora bien, estos elementos utilizados para realizar suplencia de la función faltante no soportarán los embates del Un-Padre, ya que al faltar un lugar simbólico para el padre, éste no puede ser más que real o imaginario. En la psicosis, el padre no está ausente sino que se vuelve terriblemente presente y real. Lo que no se opera es aquello que puede hacer de un padre un Padre simbólico.

Lacan precisa que a pesar de la falta de anudamiento, el psicótico es un sujeto de pleno derecho, ya que si bien el campo no se ordena legalmente, no deja por ello de haber vinculación entre los significantes. El sujeto psicótico habla y lo hace con determinados elementos combinados de determinada manera, lo que permite calcular cuáles son las relaciones que el sujeto mantiene con el Otro y sus alteraciones.

Según Eidelsztein, se trata de una distorsión,[27] de una transformación y de la desaparición de ciertas funciones y elementos que operan en el campo de la extracción del objeto a. La importancia que el autor releva en este punto debe considerarse a la hora de concebir una enseñanza racional y comunicable sobre la psicosis, ya que esto trata de hacerse desarrollándola como una distorsión de las propiedades del campo de aplicación de la lógica de la extracción del objeto a. “Entonces, aunque las psicosis son esencialmente singulares, resta una posibilidad de acceso racional a lo que en ellas sucede, por ordenarse según distorsiones de la estructura anudada de lo real, lo simbólico y lo imaginario, lo que permite su estudio, enseñanza y tratamiento.”[28]

La distorsión que Lacan escribe en el esquema I, implica que en tanto el Nombre del Padre se halla forcluido, hay una maniobra de elevación de los ideales (simbólico e imaginario) a la categoría de otras funciones. El Ideal requiere de la metáfora paterna para pasar a portar en sí mismo la marca del padre, el límite, la ley que inscribe el no-todo. Si no hay esta operatoria, queda fuera del sistema mínimo S1-S2 y puede presentarse solo, como Uno, velando la castración del Otro. Esto es escrito por Lacan como I(A) y nombrado por Freud como omnipotencia del pensamiento. Si este Uno no está puesto en tensión con el significante que marca la falta en el Otro, nada impide que no pueda existir un Uno sin fallas, completo, único.

No es que no haya Otro para el sujeto psicótico, sino que éste no se localiza en el lugar A. A es el lugar que conviene distinguir del Otro, pues se trata de ese lugar creado por la inscripción del Nombre del Padre. Ya he señalado que Lacan puede poner de relieve ese lugar sólo al conceptualizar la forclusión. A es el orden simbólico mismo y como tal se lo puede considerar como un lugar virtual. Es el lugar tercero convocado por cada acto de palabra y se caracteriza por carecer de tercera dimensión y estar siempre vacío.

El Otro es el que encarna el lugar A como sujeto hablante. A es el conjunto de los significantes y simboliza el lugar desde donde se plantea el problema de la garantía de la verdad de la palabra del Otro, cuya posición determina a su vez, la del sujeto. Se trata de un lugar en el que debe localizarse el Padre para que la estructura se normalice, es decir, para que presente un orden legal y sea legible. En la psicosis, sucede que el Padre no se localiza en A. Lacan sostiene que si el Otro no está en el lugar A, el hombre no puede sostenerse ni siquiera en la posición de Narciso.[29] La dialéctica narcisista se ve profundamente alterada cuando la legalidad del orden simbólico no opera para el sujeto en cuestión.

Además, en tanto el Nombre del Padre no se inscribe en A, se produce la elisión del falo simbólico, por lo que la falta no queda inscripta en la estructura y se puede suponer que esa falta es contingente o que podría no faltar. El psicótico, al no poder operar con la marca que inscribe la incompletud como falta estructural, se ve en la tarea de rellenar él mismo la falta, y por ello queda indefenso frente a la demanda del Otro en tanto no puede más que intentar colmarla. Así, esta demanda sólo opera como demanda loca, sin legalidad alguna y se manifiesta como la pura arbitrariedad del capricho.

Finalmente, si la falta no está anudada a la ley y a su marca, no puede limitarse el campo de la realidad. Si se marca, si se connota la falta, la realidad cobra un marco. De lo contrario, la realidad se infinitiza. Si sólo existe la dimensión de la pura pérdida y no su inscripción positiva, lo que limita a la realidad no opera, porque la circunscripción del campo de la realidad depende de la relación que guardan entre sí lo simbólico, lo imaginario y lo real, en su anudamiento a través de la legalidad del padre. Si bien la realidad queda definida por el montaje de lo simbólico y lo imaginario,[30] la ley y el falo introducen lo imposible como el marco de la realidad. Así es que ésta se encuentra profundamente alterada si tal marco no opera para determinado sujeto.


5. La locura y la pasión

En el capítulo referido a las pasiones, he resaltado que éstas aludían a una cuestión atinente al ser y eran resultantes de los esfuerzos del sujeto para resolver la falta en ser. También recordé que, para un sujeto, es precisamente este campo –el de la demanda de ser– el que se abre en la transferencia analítica; y por eso, el amor, el odio y la ignorancia son pasiones que interesan a la práctica analítica.

El desarrollo que Lacan realiza sobre la locura pone en primer plano la problemática del ser, ya que insiste en el desconocimiento yoico, el creerse ser y la relación sin mediación con los ideales, todas posiciones que apuntan a alcanzar ese ser que se escapa al humano parlêtre.

Pero además, consideré que las locuras en sus formas pasionales son posiciones que inciden en el orden social, ya que se presentan en rechazo de tal orden, de su mediación imprescindible y por lo tanto, en forma de fenómenos que fundamentalmente atañen a la relación del sujeto y los otros.
En síntesis, las pasiones y la locura poseen en común la alteración de la relación del sujeto con el gran Otro, lo que redunda en alteraciones consecuentes respecto de la relación con los otros.

He especificado también que en la pasión hay una alteración del estadio especular, especialmente respecto de la lectura de la traza del padre, lo que impediría contar con un Ideal “paternizado”, es decir, portante de la marca del No-todo, del límite y de la ley paterna. Se observa así que se trata de algo que sucede especialmente en el registro imaginario y que no se presenta como un efecto del deseo de la madre sin elisión (lo que sería correspondiente a la psicosis) sino de una dimisión paterna respecto del amor/odio de la madre.

Además, en la pasión no se trata de que el Nombre del Padre no ha advenido al lugar del A por forclusión y retorna en lo real, sino que la marca del padre está a medio camino en su advenir significante y, por lo tanto, el sujeto utiliza a la pasión como el recurso para metaforizar esa marca paterna.

Por todo lo expuesto, he llegado al punto de poder diferenciar a la psicosis de la locura y también de la pasión, y encontrar los puntos en que locura y pasión merecen su consideración por fuera del campo establecido por la lógica de la extracción del objeto a. Porque se trata de modalidades de presentación subjetiva en las que aún resta la operatoria que haría posible la extracción del objeto a. Es por eso mismo que pueden presentarse como estados en forma provisoria (si la operatoria llega a producirse ) o estados que se fijen en esa modalidad.

También cuando traté el tema de las pasiones, señalé que el objeto de la pasión funciona al modo de señuelo, pues es una apuesta que el sujeto juega consigo mismo, sin saberlo. Por lo tanto, reitero que aún no se cuenta con la extracción del objeto y que aquello que puede funcionar como objeto en la pasión no presenta las características de objeto a, ya que se trata de encarnaduras y/o imaginarizaciones. En realidad, el objeto de la pasión es tan sólo aquello que vela la división subjetiva; es un objeto que sutura, colma, completa, y se encuentra en las antípodas de lo que Lacan llama objeto a.


6. El estado de locura pasional

En este punto conviene introducir el concepto de “estado”, desarrollado por J. J Rassial en su libro El sujeto en estado límite.[31]

En primer lugar, el autor adelanta que trabajará con un diagnóstico que no es nuevo, ya que fue introducido primero por la psiquiatría y luego por el psicoanálisis anglosajón bajo el nombre de borderline; pero en el trascurso de su estudio, se verá que el concepto se transforma al introducir como argumentos y fundamentos la enseñanza lacaniana.
Para Rassial, se trata de considerar esos casos en los que los analistas dicen: es “un neurótico al borde de la locura en la expresión de su malestar”, “un psicótico pero capaz de aguantar” o “un perverso que fracasa en la confección de su libreto”. Pero también se trata de cierta cantidad de situaciones, sobre todo con adolescentes, en las que las categorías psicoanalíticas no explican lo que sucede, ni la presentación que toma la demanda.

Por lo tanto, su propuesta es “concebir una clínica que se corresponda con una modalidad topológica que resultaría tanto más apropiada cuanto que las características mayores de un estado son la inestabilidad y fragilidad, narcisita, de la distancia entre adentro y afuera, entre real y realidad”.[32] Al escribir este libro, Rassial se propone alentar el debate y también la disputa, ya que según su opinión, el estado límite, al afectar a un sujeto, afecta no sólo lo social sino también el pensamiento, y fuerza a avanzar sobre la teoría del acto psicoanalítico.

Me interesa destacar la insistencia de Rassial al considerar la actualidad histórica del estado límite, ya que el autor señala que el mismo es ante todo una respuesta adecuada a esa incertidumbre de los puntos de referencia característica del lazo social contemporáneo. “El sujeto en estado límite es el sujeto posmoderno, o podríamos decir, la caricatura del sujeto moderno, confrontado no sólo con un malestar en la cultura que él hace suyo, con una derrota de los valores, sino también con un estado de las ciencias que les está asociado y que señala el fin el sujeto cartesiano”.[33]

En este sentido, el autor afirma que la adolescencia es un modelo ejemplar del estado límite, no sólo por constituir una operación psíquica tan fundamental como las primeras identificaciones, sino también por su condición de testimonio ejemplar del estado de una civilización.

Al argumentar en contra de las reticencias del movimiento psicoanalítico con respecto al diagnóstico de estado límite, Racial plantea que no existe mejor fundamento para las propias palabras “estado” y “límite” que la formalización lógica y topológica, que constituye la enseñanza de Lacan a partir de los años sesenta.

Es interesante la demarcación realizada respecto de la dimensión de lo real en la teorización lacaniana, pues diferencia el modo de aludir a este registro negativamente (es lo no simbolizado, el resto de la simbolización) y la manera de mostrarlo positivamente, como uno de los redondeles del nudo borromeo, como la estructura misma y como el pasaje del no-ser de lo real al estatuto de lo imposible e incesante (con lo que adquiere el estatuto de positividad paradójica).

Además, el autor se apoya en el concepto de sinthome lacaniano para decir que éste modifica profundamente la psicopatología desplegada anteriormente por Lacan (sobre todo en el Seminario III), ya que al introducir la “locura” joyceana, cambia la solución de continuidad entre neurosis y psicosis. “El cuarto nudo, necesario, aún no teniendo la misma función ni por lo tanto el mismo dibujo según las estructuras, indica una continuidad al menos clínica, al menos segunda,entre los diferentes anudamientos, de tres redondeles o de tres espacios.”[34]

Así, Rassial demuestra que estas últimas invenciones topológicas de Lacan dan otro estatuto al nudo borromeo de tres redondeles, que ya no se encontrará más en el hombre y autorizan a escribir otros modos del anudamiento, lo que tiene su peso a la hora de reflexionar sobre la práctica analítica. Además, esta misma introducción del sinthome como cuarto nudo abre la consideración de una temporalidad propia de la estructura, pues el cuarto nudo es segundo lógicamente; lo que autoriza a escribir estados sucesivos del sinthome y, con ello, de la estructura.

“El estado límite no describiría entonces una estructura sino precisamente un estado, provisional o fijo y captado en un instante de pasaje de una estructura primera, neurótica, psicótica u otra hacia una estructura segunda”.[35]

Para fundamentar su tesis, propone utilizar un modelo lógico creado para definir cierto tipo de calculabilidad en matemáticas: la máquina de Turing.[36] Esta máquina de pensar sirve para definir un concepto nuevo de calculabilidad que responde a una operación de descomposición de momentos llamados “estados” de la máquina. Rassial destaca que esta máquina, de potencia infinita y frente a una infinidad de escrituras posibles estampadas sobre la cinta, admite sólo un número fijo de estados posibles. Para este autor, esta máquina modeliza, no la totalidad del aparato psíquico (lo que remitiría a una ideología cognitivista que compara psiquismo e inteligencia artificial) sino la diferencia entre un sujeto en “estado” límite y el sujeto neurótico en “situación límite”.

Precisa Rassial: “El sujeto en estado límite se encuentra en una configuración particular instantánea que no integra la temporalidad, es decir, la totalidad virtual de lo simbólico.”[37] Este estado es una operación instantánea sobre lo simbólico y no una simple forma o momento.[38]

Es imprescindible entender que Rassial incluye una determinada forma de temporalidad en su argumentación: la temporalidad estructural, lógica[39] y no cronológica, que interpreta como condición para entender la génesis del estado límite y su eventual reducción terapéutica.

Creo conveniente sostener este planteo para precisar que la locura pasional puede tratarse de un estado, provisional o fijo y captado en un instante de pasaje. Este pasaje es el que el pasional trata de realizar con respecto a la marca paterna, ese “intento de metaforizar la marca del padre” a través del recurso de la pasión.

Si en Rassial este pasaje se efectúa muchas veces a través de la construcción de un sinthome, se puede pensar en los estados de locura pasional como intentos de suplencia en relación a un nudo que vacila en su anudamiento, precisamente por dimisión del padre pero en un solo punto: el amor/odio de la madre.

La utilidad que encuentro al considerar esta argumentación se redobla si se tiene en cuenta que el mismo autor se refiere a la adolescencia como modelo de “estado límite” ya que es un momento de la estructuración subjetiva en donde se trata de confirmar o invalidar la inscripción del Nombre del Padre.[40] En este sentido, encuentro que en los estados de locura pasional, se trata también de un intento de operar en la misma dirección, es decir, operar con la marca del padre para que devenga en significante.

Rassial propone finalmente una clínica del estado límite que siga las huellas de la construcción del Otro, según el desfile de las encarnaciones imaginarias de ese Otro. En otros términos, una clínica que se ocupe del superyó y el ideal del yo, en su dialéctica, pues la tensión entre estas instancias pone en una relación conflictiva a lo subjetivo y el lazo social.

Creo importante señalar la consideración que realiza este autor sobre la posibilidad de que estos estados límites sean también convocados por operaciones virtuales tales como un acto, un acontecimiento, un encuentro, que tendrían un efecto perturbador no sólo sobre el narcisismo sino también sobre el Nombre del Padre, su puesta en práctica o el sinthome, siempre frágil. “Si lo que sucede al sujeto exige nuevas respuestas existen un número de situaciones en las que el sujeto queda efectivamente detenido, en un estado que puede ciertamente emparentarse con el duelo, pero que a la vez no se resolverá ni en el trabajo de duelo ni en una verdadera melancolía”.[41]

Recapitulando, se puede encontrar la conveniencia de seguir la propuesta de A. Eidelsztein sobre la consideración de las estructuras clínicas por la lógica de la extracción del objeto a, que establece dos campos bien diferenciados en cuanto a la clínica del intervalo significante o la de la holofrase, pero que incluye en la tabla a la locura, la melancolía, las adicciones, las caracteropatías y la hipocondría. En este sector, por fuera de la lógica de la extracción del objeto a, colocaremos también a las pasiones, en una cercanía muy íntima con la locura tal como la hemos definido.

También, consideraré que pueden existir estados de locura pasional, que luego se resuelvan a partir de diferentes invenciones singulares, suplencias o sinthome. Tal es el caso de Sabina Spielrein, presentado en el “Excursus I”. En Sabina, hay un estado de locura pasional durante el tratamiento con Jung y algunos años posteriores, que se resolvió con el recurso a la sublimación forjado aún en los tiempos de su relación terapéutica con Jung.[42]

La erotomanía desarrollada por Marguerite Anzie, la Aimée de Lacan, fue un recurso utilizado por el sujeto cuando se encontró indefenso frente a aquello que lo perseguía. Si se pone en relación la persecución con la amenaza que para Marguerite pesaba sobre su hijo, y su seguridad de ser responsable/culpable de “algo” por lo que se lo amenazaba, podemos situar el tono de llamado, de recurso, del amor erotomaníaco, precisamente cuando lo amenazado era un hijo….¡y por su madre!. En este caso, el amor/odio de la madre aparece en primer plano así como también la carencia de metaforización de ese mismo punto.

En estas situaciones clínicas, la locura pasional no permite realizar por sí misma un diagnóstico de psicosis, y es importante conservar el diagnóstico de estado de locura pasional, pue como se ha visto en el caso Sabina, la resolución del estado no se ha dado por la vía del desencadenamiento de una psicosis. Por otra parte, estos estados de locura pasional escriben lo más singular de estas dos mujeres; ahogarlos en un diagnóstico de psicosis realizado por la psiquiatría hubiera significado acallar esa verdad singular que decían con su recurso al amor.

Considerar estos estados de locura pasional nos permiten pensar en la dirección de la cura y sus intervenciones posibles, ya que se apunta a esas antiguas cargas de objeto que han quedado fijadas en un período preedípico, aligerando así el estancamiento libidinal para intentar que sea posible otro modo del amor, ya no loco, sino vivible y capaz de admitir lo imposible. Además, siendo el sinthome uno de los nombres del padre, que permite al sujeto “perseverar en el ser”,[43] el analista puede acompañar y ayudar en la construcción de un nuevo nombre del padre, o promover las operaciones de lectura necesarias sobre el trazo que pugna por advenir significante.








[1] J. Lacan, “Entrevista con Pablo Caruso” en Pablo Caruso, Conversaciones con Lévi-Strauss, Foucault y Lacan, Anagrama, Barcelona 1969, p. 97.
[2] Cfr. J. Lacan, Seminarios II y III en los que se aborda extensamente el tema de la estructura.
[3] Véanse las propuestas de P. Cancina y col., Bordes... un límite a la formalización; S. Amigo, Clínica de los fracasos del fantasma y Paradojas clínicas de la vida y la muerte.
[4] Véase H. Heinrich, Borde s de la neurosis, Rosario, Homo Sapiens, 1993.
[5] J.J. Rassial, J-J, op. cit.
[6] J.A. Miller, Los inclasificables de la clínica psicoanalítica, Buenos Aires, Paidós, 2003.
[7] E. Galende, De un horizonte incierto, Buenos Aires, Paidós, 1997; Sexo y amor, Buenos Aires, Paidós, 2001.
[8] La extracción del objeto a es el resultado de la inscripción de la falta mediante el significante del Otro barrado y la legalización de la operatoria de la metáfora paterna. Es decir, si hay marca de la falta, hay extracción del objeto a. Así, la falta de objeto queda en el nivel de la estructura. Ésta aporta la incompletud, ya que el objeto a, causa del deseo, implica una operatoria de incompletud en la estructura.
[9] “Intervalo significante” alude a la hiancia que separa el S1 del S2, a partir de la extracción del objeto a.
[10] “Holofrase” es aquella que es completa a pesar de tener un solo elemento. La utilización lacaniana del término lingüístico se realiza para aludir a la circunstancia en la que en lugar de haber dos elementos, como en el caso en que el intervalo separa dos marcas, existen tres. De esta manera, no hay un elemento que implique un cierre, un límite y así se produce una relación circular que tiende a la transformación de sus elementos. No se puede establecer cuál es el primero y cuál el segundo. Por ello, no es posible que el significante represente al sujeto para otro significante.
[11] Los textos en los que Lacan desarrolla o menciona a la locura son los siguientes: “La agresividad en psicoanálisis”, “Acerca de la causalidad psíquica”, “Intervención sobre la transferencia”, “Función y campo de la palabra y el lenguaje en psicoanálisis”, “La cosa freudiana o el sentido del retorno a Freud en psicoanálisis” en Escritos 1; “La dirección de la cura y los principios de su poder”, “Juventud de Gide o la letra y el deseo”, “Subversión del sujeto y dialéctica del deseo en el inconsciente freudiano”, “Posición del inconsciente” y “La ciencia y la verdad”, en Escritos 2.
[12] Me refiero al apartado “Certeza y verdad de la razón” correspondiente al capítulo “Razón” en G. W. F. Hegel, La fenomenología del espíritu, Buenos Aires, F. C. E., 1992. Me refiero al apartado “Certeza y verdad de la razón” correspondiente al capítulo “Razón”.
[13] Ibidem, p. 219.
[14] p. 222
[15] Lacan encuentra apropiado para ilustrar esta posición una obra de la literatura francesa: El misántropo de Moliere.
[16] J. M. Vappereau, Las necesidades de discurso para que el psicoanálisis tenga lugar (inédito). El subrayado es mío.
[17] A. Eidelsztein, op. cit., p. 87.
[18] J. Lacan, “Introducción teórica a las funciones del psicoanálisis en criminología”, Suplemento de Escritos, Barcelona, Argot, 1984, p. 42
[19] Cfr, A. Álvarez, op. cit.
[20] Este tema está desarrollado en A. Álvarez y M. Colovini, “El discurso capitalista y la clínica actual”, inédito.
[21] J. Lacan, “Acerca de la causalidad psíquica”.
[22] Recuérdese que Clerambault realizó sus observaciones clínicas en la Enfermería Especial donde se alojaban aquellos que había perturbado el orden social parisino.
[23] J. Lacan, “Acerca de la causalidad...
[24] A. Eidelsztein, op. cit., p. 95.
[25] S. Rabinovicht, Encerrados afuera, la preclusión, un concepto lacaniano, Ediciones del Serbal, Barcelona s/f., p. 15.
[26] Ibidem, p. 80
[27] Según A. Eidelztein, la utilización del término distorsión se realiza a partir de su oposición con torsión. La estructura del esquema R (esquema que Lacan desarrolla en “De una cuestión preliminar…”) conlleva en sí misma una torsión, la de la banda de Moebius con la que cierra su superficie en forma de cross cap. En lugar de ello, el esquema I (que Lacan presenta en el mismo escrito como el de la psicosis) implica una distorsión dela estructura normalizada. Cfr. Esquema R., en esta tesis, p. 161.
[28] Ibdem, p. 122
[29] J. Lacan, “De una cuestión preliminar…”.
[30] Véase esquema R.
[31] J.J. Rassial, op. cit.
[32] Ibidem, p 12.
[33] Ibidem, p. 28.
[34] Ibidem.
[35] Ibidem, p. 129.
[36] Rassial remite al texto de S.C. Kleene, Logique mathématique, París, Armand Colin, 1971.
[37] J.J. Rassial, op. cit., p. 127.
[38] Cfr capítulos 8 y 9 en ibidem.
[39] Remitimos al lector al escrito de J. Lacan “El tiempo lógico y el aserto de certidumbre anticipada. Un nuevo síntoma”, Escritos1.
[40] Rassial considera tres operaciones llamadas “operaciones nombre-del-padre” y que distingue de este modo: 1)la que hace surgir un lugar virtual de lo simbólico, es en relación a la madre y es aquella del don del falo todavía no genitalizado como significante asemántico de una pura diferencia. Esta operación produce al sujeto, inscribiendo el falo en el inconsciente y se resuelve de dos maneras posibles: o represión primaria o forclusión e intento de cancelación simbólica del falo. (neurosis o psicosis); 2) la segunda operación es la que da su sentido edípico al nombre-del-padre o al falo. Se trata ahora del significante fálico, que cumple una función para la orientación del sujeto y sus objetos, además define las funciones de enunciación de la ley (neurosis o perversión); 3) operación puberal: consistente en tener que validar o invalidar aquellas dos primeras operaciones, cuando la operación nombre-del-padre y los nombres del padre surgidos de ella, van a tener que funcionar más allá de la metáfora paterna regularmente sostenida en lo familiar y lo social. Es el suspenso de esta operación de validación bajo la forma de la adolescencia interminable el que mejor caracteriza el estado límite.
[41] J.J. Rassial, op. cit., p. 155.
[42] Ya que fue en esa época y aún inducida por su amor pasional que comenzó sus estudios médicos..
[43] Seminario XIII. El objeto del psicoanálisis. Clase 15 del 27 /04 /1966